El otro riesgo de la pandemia de Covid-19: el hambre
Asia y África, especialmente en países que ya enfrentan problemas, desde conflictos militares y pobreza extrema, hasta aflicciones relacionadas con el clima como sequías, inundaciones y erosión del suelo. Al menos por ahora, la tragedia que se despliega no es una hambruna. Los alimentos siguen estando ampliamente disponibles en la mayor parte del mundo, aunque los precios han subido en muchos países, a medida que el miedo al virus trastoca las conexiones de transporte y las monedas pierden valor.
‘Un impacto tras otro’
El hambre es un flagelo creciente, incluso en los países más ricos. Personas que nunca se habían visto impulsadas a buscar ayuda, ahora hacen fila en los bancos de alimentos en Estados Unidos, España y Gran Bretaña. Incluso las que tienen ciertos recursos están reduciendo sus compras de frutas y verduras frescas, mientras que dependen más de las calorías baratas, que de la comida rápida.
Sin embargo, en los países más ricos, los programas gubernamentales amortiguan las tensiones económicas. En los países más pobres, el coronavirus intensifica una letanía de aflicciones ya potentes.
“La Covid es otro impacto más en lo que ha sido un año terrible en esta región”, afirmó Michael Dunford, director regional para África Oriental del Programa Mundial de Alimentos. “Además de tener ya 21 millones de personas con inseguridad alimentaria aguda a principios de año, luego tuvimos inundaciones, langostas y ahora tenemos el virus. Así que es un impacto tras otro y otro, que solo aumenta la vulnerabilidad en toda la región”.
Justo cuando se intensifica la necesidad de ayuda, la amenaza del virus obliga a las agencias de ayuda a limitar su alcance. Este año, los confinamientos privarán a 250 millones de niños de suplementos programados de vitamina A, elevando la amenaza de muerte prematura, según la UNICEF. Los suplementos fortalecen el sistema inmune, limitando la vulnerabilidad a las enfermedades que se aprovechan de la desnutrición. El virus también ha obligado a retrasar los programas de inmunización, que a menudo son combinados con dosis de medicamentos para desparasitar.
La plaga más reciente
En Juba, capital de Sudán del Sur, la pandemia era solo el peligro serio más reciente. Una sensación de crisis ha prevalecido, desde que se exacerbó la violencia hace cuatro años en una guerra civil de larga duración, propiciada por la división étnica. En medio de los combates, la gente huyó del campo, en busca de refugio en campamentos dentro de la ciudad. Muchos se hicieron dependientes de los alimentos distribuidos por las agencias de ayuda.
Sudán del Sur ya era uno de los países más pobres, con el 80 por ciento de sus casi 11 millones de habitantes, viviendo en un estado de pobreza absoluta, sobreviviendo con menos de 2 dólares al día, según el Banco Mundial. El conflicto generó un shock económico. Mientras el gobierno imprimía moneda para pagar sus cuentas, se produjo una inflación galopante y los precios de los alimentos se dispararon.
La pobreza y el hambre demostraron que se refuerzan entre sí. A medida que aumentaba el precio de los mosquiteros, incrementaba el riesgo de malaria, que a su vez reducía el apetito y empeoraba la desnutrición entre los niños. El año pasado, las fuertes lluvias provocaron inundaciones torrenciales, que diezmaron cultivos y mataron el ganado. A principios de 2020, alrededor de 6 millones de personas en Sudán del Sur técnicamente sufrían inseguridad alimentaria, lo que significa que no podían satisfacer de manera confiable sus requerimientos alimenticios.
Todo esto fue antes de la llegada de la peor pandemia en un siglo. A medida que el virus sembraba el caos en África Oriental, el precio de los alimentos básicos que se vendían en Juba subía otro 25 por ciento. Un confinamiento destruyó a las empresas locales, diezmando los ingresos.
Estas fuerzas impulsaron a Mary Pica a ir a un centro de salud en Juba, a principios de mayo. Estaba gestionado por la organización internacional de ayuda World Vision. Pica llevaba en brazos a su hijo, en ese entonces de 10 meses. Pesaba solo 5.4 kilos.
Ella vivía con la familia de su esposo, en una casa con nueve personas. Su esposo había trabajado cargando equipaje en autobuses. Pero debido a los enfrentamientos, el servicio de autobuses lo cerraron en gran parte. Su suegra cultivaba verduras de hojas verdes y utilizaba las ganancias para comprar otros productos que equilibraban la dieta: yogur, fruta, pescado y huevos.
Con el mercado cerrado, no podía ganar dinero. La familia subsistía casi enteramente con verduras. Pica, que había quedado embarazada nuevamente, ya no amamantaba a su bebé. El pequeño se estaba consumiendo.
La clínica le proporcionó una pasta a base de maní, donada por la UNICEF. El bebé ha estado subiendo de peso. Pero su madre ve los peligros en todas partes.
“Estoy preocupada”, afirmó, hablando en árabe por teléfono. “No tengo esperanzas de que la situación cambie mañana. Solo puedo rezarle a Dios para que cambie”.
Problemas en la carretera
Los precios de los alimentos han aumentado en gran parte de África por la misma razón, por la que Samuel Omondi ha soportado casi seis meses, sin ver a su esposa y sus cinco hijos en el oeste de Kenia: el caos que se ha apoderado de las carreteras.
Omondi, de 42 años, conduce un camión. Solía tardar cuatro días en completar su habitual viaje de ida y vuelta, desde el puerto keniano de Mombasa, hasta la capital de Uganda, Kampala, una distancia de 2.250 kilómetros. Ahora, tarda entre 8 a 10 días.
Los choferes no pueden ingresar a ninguno de los países, sin certificados que demuestren que están libres de Covid-19. En toda la región, los controles de inmigración y aduanas se han vuelto tan onerosos, que se forman filas de 65 kilómetros antes de las fronteras. Los camiones avanzan lentamente y consumen más combustible.
A lo largo de sus trayectos, los conductores enfrentan la hostilidad. Llevan sus propios alimentos, por miedo a detenerse. “La gente dice que traemos el virus”, relató Omondi. Sin embargo, no puede volver a casa, sabiendo que el jefe de su zona lo pondrá en cuarentena.
En vista de los retrasos, los camioneros hacen menos viajes al mes, lo que disminuye sus ingresos y el suministro de alimentos en muchas ciudades.
Demanda decreciente
Al otro lado del mar Arábigo, el confinamiento eliminó los sueldos de los oficinistas en las ciudades de la India. Los trabajadores migrantes perdieron sus empleos en el sector de la construcción. Esto se tradujo en una enorme reducción del poder adquisitivo, en una nación de 1.300 millones de habitantes. Y eso produjo una menor demanda de cultivos.
En el estado norteño de Haryana, Satbir Singh Jatain abandonó sus calabazas a las inclemencias del tiempo, el mes pasado, permitiendo que se pudrieran, en vez de desperdiciar el esfuerzo de cosecharlas. El precio en que se hubiesen vendido no habría cubierto el costo de la mano de obra o el transporte. “Los confinamientos han acabado con los agricultores”, comentó Jatain.
Los peligros de buscar ayuda
En Afganistán, Bibi sintió terror cuando su hija de seis años, Zinab, se hundía aún más en un estado de desnutrición. Estaba perdiendo energía. “Podía ver con mis propios ojos que la niña se estaba marchitando”, expresó Bibi.
A mediados de julio, Zinab requirió atención médica seria, obligando un traslado a la capital de la provincia de Khost. Llegar a la ciudad implicó un viaje de 90 minutos, a través de un paisaje intimidante plagado de conflictos tribales. El coronavirus había dejado un saldo de más de 15 personas muertas, en la aldea de Bibi, de unos 500 habitantes. Más allá de sus confines, había un número aparentemente infinito de potenciales portadores.
Este era el cálculo que impedía que las personas buscaran cuidados fundamentales en todo Afganistán. Entre enero y mayo, el número de niños afganos, menores de cinco años que padecían desnutrición aguda grave —condición que requiere hospitalización— aumentó de 690.000 a 780.000, señala Zakia Maroof, experta en nutrición de la UNICEF en Kabul. Desde marzo, el número de niños ingresados en los hospitales ha disminuido 40 por ciento.
“Era tener miedo del coronavirus y ver morir a mi hija, o al menos decirle a mi corazón que hice lo que tenía que hacer”, aseveró Bibi.
Su esposo pidió prestado para cubrir la cuenta médica y abordaron un minibús. En un hospital rudimentario de la ciudad de Khost, los médicos le administraron una dieta de leche en polvo. Después de tres semanas allí, Zinab seguía perdiendo peso. La familia tenía que ir a Kabul, a siete horas de distancia.
Zinab fue admitida y le administraron alimentación regular mediante una sonda por la nariz. Pesaba solo 8.5 kilos. Dos semanas después, aún perdía peso y su sistema luchaba por retener la comida.
Bibi se mantenía a su lado, cuidándola, preocupada por las facturas y preguntándose cómo iban a hacer para volver a casa.