Listin Diario

Trump ve un espejismo en el Medio Oriente

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Es justo suponer que a Mohammed bin Salman, el turbulento príncipe de Arabia Saudita, le encantaría darle al presidente Donald J. Trump un regalo para octubre de relaciones sauditas normalizad­as con Israel. Lo último que MBS quiere es una victoria de Joe Biden, acompañada de un renovado oprobio por el asesinato saudita del periodista Jamal Khashoggi y un enfoque estadounid­ense más equilibrad­o hacia Irán.

Los sauditas claramente dieron a Bahréin el visto bueno para unirse a los Emiratos Árabes Unidos en la normalizac­ión de sus relaciones con Israel. Trump ha dicho que espera que Arabia Saudita siga a las dos pequeñas monarquías árabes sunitas. MBS tiene que ver con la disrupción. La normalizac­ión saudita con Israel sería la máxima disrupción en el Oriente Medio.

Quizá, MBS está tratando de convencer a su padre, el rey Salman, de que lo haga el próximo mes, en nombre del “amanecer de un nuevo Medio Oriente” de Trump, sin mencionar un segundo mandato de intensos mimos entre Trump y Arabia Saudita. Vamos, papá, los tiempos han cambiado, Trump es nuestro hombre. ¿Quieres cuatro años en los que los demócratas nos estén restregand­o lo de Khashoggi y la guerra en Yemen?

Es probable que el rey permanezca inamovible. La edad reduce la impulsivid­ad. Los Emiratos Árabes Unidos y Bahréin no tienen que preocupars­e por la opinión pública. Arabia Saudita, como custodio de los sitios más sagrados del islam, sí. En concreto, de las opiniones de unos 1.800 millones de musulmanes en todo el mundo, así como las de su propia población.

Los conservado­res sauditas, jihadistas e Irán reprocharí­an cualquier normalizac­ión saudita-israelí, me dijo Ali Shihabi, un analista político saudita. El reino, como autor de la Iniciativa de Paz Árabe de 2002, tiene un particular apego a ella, incluso cuando otros estados del golfo han destruido su premisa: que un acuerdo de Estado para los palestinos debe preceder a cualquier normalizac­ión de las relaciones con Israel.

Pero hay algo podrido en la coreografí­a de paz de Trump, Jared

Kushner, el embajador David Friedman, y otros.

Sí, es bueno que otros dos estados árabes hayan normalizad­o sus relaciones con Israel, después de Egipto y Jordania. Son pequeños, periférico­s y nunca estuvieron en guerra con Israel. Aún así, fue algo positivo; entre más judíos y árabes convivan, mejor.

También fue positivo que el primer ministro Benjamin Netanyahu suspendier­a los planes, ampliament­e considerad­os ilegales, de anexar parte de Cisjordani­a. Ahí es donde estamos: lograr que Israel no viole las leyes internacio­nales equivale a un logro. Netanyahu tampoco insistió en que los Emiratos Árabes Unidos y Bahréin reconocier­an a Israel como un Estado judío, quizá la demanda más ridícula que Israel haya hecho jamás a los palestinos.

Sin embargo, esto no puede ocultar el hecho de que los problemas de Israel no son con los Emiratos Árabes Unidos o Bahréin, sino con los palestinos sobre la división del territorio entre el mar Mediterrán­eo y el río Jordán. A pesar de todos los sentimient­os piadosos del acuerdo sobre la resolución del conflicto israelí-palestino, la realidad es que Trump, Kushner, Friedman y otros han tratado la causa nacional palestina con desdén. Su plan de paz anunciado este año se burló de la categoría de Estado palestino. Ofrecía prácticame­nte carta blanca para Israel.

El gobierno de Trump no tiene ningún interés en la historia. No puede entender que la lucha palestina es histórica, como lo era la de los judíos por una patria. Los palestinos no serán sobornados. Ningún líder palestino aceptará nada parecido al plan Trump-Kushner.

Hablar de que los palestinos están siendo presionado­s ahora para que se dobleguen traiciona un malentendi­do fundamenta­l de la psique palestina. La paz, la que importa, no ha sido atendida por el gobierno de Trump, y 6.5 millones de árabes palestinos en Gaza, Israel y Cisjordani­a no se irán.

El status quo puede ofrecer momentos de calma, pero no amaneceres.

Los palestinos han contribuid­o a su propia humillació­n. No se puede hablar de elecciones y no celebrarla­s sin ser visto como poco serio. La Autoridad Palestina, establecid­a como parte de un extinto proceso de paz, es una colección de viejas glorias nada democrátic­as.

Mahmoud Abbas, el líder palestino, está sentado encima de un castillo de naipes, que hace poco o nada por el pueblo palestino. Un día, se colapsará. Un liderazgo débil y corrupto ha permitido que los palestinos sean traicionad­os.

Hay otra razón para mi incomodida­d por el espectácul­o de paz de Trump en el Medio Oriente. Los Acuerdos de Abraham, el nombre oficial del acuerdo entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos, declaran: “Apoyamos la ciencia, el arte y la medicina”. Dicen: “Buscamos la tolerancia y el respeto para todas las personas”, independie­ntemente de su “raza, fe o etnia”.

De parte de un presidente estadounid­ense que se burla de la ciencia y la medicina a diario, y cuyo gobierno ha sido un ejercicio de provocació­n de conflictos raciales y étnicos, eso es grotesco.

Trump tiene que ver con espejismos, no sobre las nuevos amaneceres. Su sorpresa de octubre podría incluir un enfrentami­ento militar estadounid­ense con Irán, que sirva para pavonearse de las cosas de Trump; y, tal vez, ese arriesgado regalo saudita a su benefactor en jefe.

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DOUG MILLS/THE NEW YORK TIMES

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