Alemania advierte a Estados Unidos
Podría ser que los alemanes tienen una inclinación especial a sentir pánico frente a espectros del pasado, y admito que este alarmismo en ocasiones me molesta. Aunque, al mirar la campaña “Detengan el Robo” del presidente Donald J. Trump desde el día de las elecciones en Estados Unidos, no puedo evitar ver un paralelo con uno de los episodios más espantosos de la historia de Alemania.
Hace 100 años, en las implosiones de la Alemania Imperial, los poderosos conservadores que condujeron al país a una guerra se negaron a aceptar que habían perdido. Eso engendró posiblemente la mentira política más potente y desastrosa del siglo XX —el Dolchstosslegende, mito de la puñalada por la espalda.
Afirmaban que Alemania Imperial nunca perdió la Primera Guerra Mundial. La derrota, decían, fue declarada, pero no estuvo justificada. Fue una conspiración, estafa, capitulación —grave traición que mancillaba por siempre a la nación. No importaba que la afirmación fuera palpablemente falsa. Entre una cantidad considerable de alemanes, causó resentimiento, humillación y enojo. La figura que mejor supo cómo explotar su frustración fue Adolf Hitler.
No se trata de comparar a Trump con Hitler, que sería absurdo. Pero el Dolchstosslegende brinda una advertencia. Es tentador desestimar la afirmación irracional de Trump de que la elección estuvo “arreglada” como una risible última convulsión de su reinado o un cínico intento de elevar el valor de mercado de la personalidad televisiva en la que podría intentar convertirse otra vez, sobre todo mientras parece darse por vencido en su esfuerzo por anular el resultado electoral.
Sería un grave error. En lugar de eso, la campaña debería ser vista como un intento de elevar “robaron la elección” a leyenda, y quizás plantar semillas para la polarización social y división a escala que EE. UU. no ha visto nunca.
En 1918, Alemania miraba la derrota de frente. La entrada de EE. UU. a la guerra, y una secuencia de contraataques exitosos de las fuerzas británicas y francesas, dejaron desmoralizadas a las fuerzas alemanas. Los marineros de la Armada se declararon en huelga. No querían ser masacrados en la misión desesperanzada y, no obstante, presuntamente sagrada del Káiser Guillermo II y los leales aristócratas que conformaban el Mando Supremo del Ejército.
Una población hambrienta se unió a las huelgas y crecieron las demandas por una república. El 9 de noviembre de 1918, Guillermo abdicó, y dos días después los líderes militares firmaron el armisticio. Para muchos, era demasiado: oficiales militares, monarquistas y partidarios de derecha propagaron el mito de que si no hubiera sido por el sabotaje político de los socialdemócratas y judíos en casa, el Ejército no se habría rendido.
En 1919, con el Tratado de Versalles, el mito estaba establecido. Las severas condiciones impuestas por los aliados, incluso pagos de reparaciones de guerra, pulieron el sentido de traición.
Lo alarmante del Dolchstosslegende es que se fortaleció. Ante la humillación y sin lidiar con la verdad, muchos alemanes se embarcaron en un autoengaño desastroso: la nación había sido traicionada, pero su honor y grandeza jamás podrían perderse. Aquellos sin sentido de deber y rectitud nacional —la izquierda e incluso el Gobierno electo de la nueva república— nunca podrían ser guardianes legítimos del país.
Así, el mito fue la afilada cuña que destrozó la República de Weimar. Estuvo al corazón de la propaganda nazi y fue instrumental en justificar la violencia contra los opositores. La clave para el éxito de Hitler fue que, para 1933, una buena parte del electorado alemán puso las ideas personificadas en el mito —honor, grandeza, orgullo nacional— sobre la democracia.
Los alemanes estaban tan desgastados por la guerra perdida, el desempleo y la humillación internacional que fueron presa de la promesa de un que tomó medidas severas contra cualquiera percibido como “traidor”, izquierdistas y, sobre todo, judío. El Dolchstosslegende fue crucial.
La primera democracia de Alemania cayó. Sin consenso básico cimentado sobre una realidad compartida, la sociedad se dividió en grupos de partidistas acérrimos e intransigentes. Con aires de desconfianza y paranoia se afianzó la noción de que los disidentes eran amenazas a la nación.
De forma alarmante, eso parece ser justo lo que sucede hoy en EE.
UU. De acuerdo con el Centro de Investigaciones Pew, 89 por ciento de los seguidores de Trump creen que una presidencia de Joe Biden le haría un “daño perdurable a EE. UU.” mientras que el 90 por ciento de los partidarios de Biden piensan lo opuesto. Y aunque la interrogante de en cuáles medios noticiosos confiar ha dividido a ese país por mucho tiempo, ahora incluso Twitter, que en gran parte no es moderado, es visto como partidista. Desde los comicios, millones de seguidores de Trump han instalado Parler, aplicación alternativa. Burbujas de filtro se convierten en redes de filtro.
En este paisaje de fragmentación social, las acusaciones infundadas de Trump sobre fraude electoral podrían causar un grave daño. Un impactante 88 por ciento de los electores que votaron por Trump creen que el resultado de la elección es ilegítimo, de acuerdo con una encuesta de YouGov. Un mito de traición e injusticia ya se ha puesto en marcha.
Se necesitó otra guerra y décadas de reevaluación para que el Dolchstosslegende quedara expuesto como una falacia desastrosa y fatal. Si tiene algún valor hoy en día, es en las lecciones que puede enseñar a otras naciones. La más prominente: cuidado con los inicios.
¿Perdió una gran nación la Primera Guerra Mundial?