Un mercado de mariscos muy diverso
MIAMI — Los clientes que se desplazan a pie o a bordo de un convertible escuchan el Mercado Plaza Seafood poco después de tenerlo a la vista. El golpeteo rítmico de cuchillos largos y pesados que trituran espinas de pescado, pegando con fuerza en una tabla de cortar, resuena con más intensidad cuando se llega al estacionamiento, siempre y cuando no haya motocicletas acelerando cerca, ahogando todo lo demás.
Los sonidos de español medio gritado, de la bocina de autos y de hielo triturado cuando lo vierten con pala sobre guachinangos, se combinan con el de los cuchillos luego de que uno entra al compacto mercado. Está ubicado en un tramo del barrio Allapattah de Miami, conocido como Pequeño Santo Domingo, donde tablajeros han estado cortando pescado entero para cocineros residenciales desde principios de los 90.
Hoy cuando tantos de los negocios de comidas de la ciudad están golpeados por cierres y restricciones relacionados con el coronavirus, el mercado está más activo que nunca, siete días a la semana, al tiempo que sigue fomentando la interacción comunitaria en torno a los mariscos frescos.
Aunque se halla en un edificio de poca altura, con mascarilla y distanciamiento social requeridos, una brisa sopla por sus muchas puertas y ventanas, y gran parte de la actividad ocurre afuera.
En un sábado reciente, la escena en el mercado era un recordatorio de que, independientemente de dónde se encuentre uno en Miami, el mar nunca está lejos. Cinco tablajeros marisqueros trabajaban uno junto a otro, limpiando, descamando y fileteando mariscos recién comprados, desde mojarras de 25 centímetros hasta meros gruesos y un guachinango más largo que el brazo de un adulto.
Entre ellos figuraba Natalia Solarzano, una veterana de ocho años del mercado. Aceptaba charolas de pescado e instrucciones de corte de clientes a través de una ventanilla instalada el verano pasado, para ayudar a aliviar el tráfico al interior del mercado. Durante gran parte del día, Solarzano estuvo trabajando junto a Alex Lima, sus playeras salpicadas de escamas de pescado.
Una clienta, Arnita Pace, llegó una mañana desde su hogar a más o menos media hora al norte de Plaza Seafood. “Mis hermanas vienen aquí, todo mundo viene aquí”, dijo Pace, originaria de Miami. “Todo está fresco. Sé que seguramente encontraré lo que busco”. Este día, eso incluía guachinango de aleta amarilla, jaiba azul viva y camarón del Golfo.
Pace, de 57 años, ha estado comprando en el mercado desde que fue inaugurado.
Adrian Pitaluga, de 21 años, pesaba las compras en básculas junto a la caja registradora, donde los clientes pagan por sus mariscos antes de llevárselo a los tablajeros. Dijo que el caracol rosado, principalmente de Turcos y Caicos y las Bahamas, es lo más vendido en la Plaza; el resto de los mariscos proviene en su mayoría de los Cayos de Florida o de México.
Los pescados de aleta amarilla son los más populares. “Simplemente vuelan”, comentó.
El padre de Pitaluga, John Pitaluga, adquirió el mercado Plaza de su dueño original con su socio, Abel Gault, en el 2000. El negocio, que incluye un pequeño café al aire libre, es una versión básica de los híbridos de mercado y restaurante de mariscos cubano-estadounidenses hallados por toda el área de Miami. (García’s, en el Río Miami, y La Camaronera, en la Pequeña Havana, son ejemplos notables).
La comida del Plaza —pescado entero frito, sopa de caracol, empanadas de mariscos— es similar a lo que Pitaluga padre recuerda haber comido de niño en La Habana, antes de que su familia se mudara a Hialeah Gardens, al norte de Miami, en los 80.
El Pequeño Santo Domingo se siente muy alejado de las torres de cristal del Centro de Miami, los turistas acaudalados de Miami Beach o las mansiones en fraccionamientos privados de Coral Gables. El barrio es hogar de grandes poblaciones de inmigrantes de Centroamérica y República Dominicana, junto con afroestadounidenses, muchos desplazados de otros lugares en Miami, señaló Robin Bachin, profesora asociada de historia en la Universidad de Miami.
En las calles cerca del Mercado Plaza Seafood, padres de familia se asomaban por las ventanas para llamar a sus hijos. Mecánicos encendían herramientas de poder. Hombres altos se reunían alrededor de una mesita bajo un toldo para jugar dominó en la sombra.
Mileyka Burgos-Flores dijo que Plaza Seafood representa una parte de la cultura que está desapareciendo del barrio de Allapattah, que en años recientes se ha comenzado a aburguesar.
“La belleza de Allapattah es que, durante décadas, ha sido un punto de inicio, donde puedes hallar rentas económicas para comenzar en Miami”, afirmó Burgos-Flores, directora ejecutiva de Allapattah Collaborative CDC, una organización de desarrollo comunitario sustentable.
La diversidad de Miami aún está reflejada en la clientela del mercado, y en las comidas que crean con lo que compran. Carline Saintilmond, quien es de Haití, compró mariscos para un estofado, junto con guachinango y mero. Lo metió todo a la cajuela de su auto con su sobrina, Katheryne Simonis, quien la visitaba de Orlando.
“La manera en que los haitianos cocinamos mariscos es diferente”, indicó Saintilmond, de 47 años. “Usamos limón, sal, vinagre, chile morrón rojo, ajo, cebolla, cebollitas verdes, perejil, chiles y tomillo. Mezclamos todo eso junto con nuestros mariscos con naranja agria y dejamos que repose antes de freír. Nos gusta nuestro sabor”.
Eccleston Aitcheson visitaba el mercado por cuarto día consecutivo, junto con sus hijos, Angelo y Michael.
Aitcheson es de Jamaica y crió a su familia en Miami. Su padre, Talmon Aitcheson, murió el 30 de diciembre, a la víspera de su cumpleaños 97.
“Estamos celebrando su vida”, señaló.
Los Aitcheson compraron guachinango rojo y aleta amarilla para preparar escabeche jamaiquino, uno de los favoritos de Talmon.
“Probablemente vamos a venir otras seis o siete veces”, dijo Angelo, cuyo abuelo exhortó a la familia a comer mariscos en su honor.