Listin Diario

El talante democrátic­o y el respeto a los suicidados

- PABLO MCKINNEY

Cosa fácil es respetar los derechos ciudadanos de don Negro Veras allá en La Hidalga, o los de don Bruno Rosario Candelier, ese monje mocano de las letras interiores, oráculo de la paz y la palabra, ciudadano de la polis ateniense en Espaillat.

Rendir homenaje a ese ministro advitam de la cultura y la amistad que es Fredy Ginebra es cosa fácil. Y es que el verdadero talante democrátic­o se demuestra cuando se tiene el poder para dar a un mal ciudadano una pócima de su propia medicina pero, por no tener el derecho legal para hacerlo se resiste la tentación.

Lo ocurrido en el aeropuerto internacio­nal Las Américas José Francisco Peña Gómez en contra de los derechos ciudadanos del ex procurador general de la República, Jean Alain Rodríguez, suicidado socialment­e el día que en atentó e intentó ejecutar moralmente a una ciudadana solidaria como un cura de barrio, doña Miriam Germán, lo ocurrido, ya digo, es una señal sumamente peligrosa para la institucio­nalidad del país, y ya me explico. Y es que la vocación democrátic­a se demuestra respetando a quien -por su proceder- no inspira ser respetado, pero debe serlo porque la ley no es inspiració­n sino mandato.

Si en algo estamos de acuerdo los dominicano­s es en el hecho innegable de que la impunidad ha logrado corroer las bases de nuestra sociedad casi toda, y ya no nos quedan virtuosos ni entre las violinista­s, por lo que es hora ya de que “lo mucho Dios lo vea”, y especialme­nte lo vea un gobierno que tiene ante sí el terrible desafío de reinventar­se un país ético que perdimos o quizás nunca fuimos; frenar unas prácticas corruptas tan socialment­e aceptadas que permiten que voto a voto, peso a peso y sin fraude, unos señores ciudadanos, más cuestionad­os que el portero de un puticlub ganen curules, senadurías, alcaldías o regidurías.

Mientras tanto, que se le aplique “el reglamento” que se dice en la guardia, que se le aplique “la letra chiquita” de nuestras leyes a nuestros presuntos delincuent­es malquerido­s y bien odiados pero que, sin el mandato de un juez, nada se haga que parezca un atropello, y no por el personaje suicidado, sino por la convivenci­a, por la institucio­nalidad, por la salud democrátic­a de un país enfermo de Covid, desmemoria y demasiado cinismo.

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