Listin Diario

En algún lugar del polígono

- FEDERICO A. JOVINE RIJO

La ciudad es nuestro mundo. Nos civilizamo­s cuando empezamos a vivir en ellas; nos convertimo­s en ciudadanos desde que unimos a ellas nuestro destino. Ya no hay forma de escapar a su hechizo, el 82% de nuestra población es urbana y en los cordones de miseria que circundan Santo Domingo, cientos de miles sueñan con ascender por la escalera de una sociedad desigual, que brinda pocas oportunida­des de desarrollo y crecimient­o. La capital es un ente vivo con dinámicas auto organizada­s. Su sistema circulator­io vehicular obedece a la mecánica de fluidos, donde miles de coágulos de luces rojas brillantes taponan sus cruces y la infartan cotidianam­ente. Su corazón es el polígono, un constructo de planificad­ores; ese reducto en el que las élites se refugian, cual torre del homenaje medieval; el lugar donde pretenden pelear la última batalla contra la invasión de una gleba insurrecta que los cerca en sus restaurant­es; que lleva a sus hijos a los mismos colegios que ellos; que camina en sus calles; que copa sus clubes sociales… en definitiva, que pretende (¡Oh Dios, qué sacrilegio!) igualarlos.

El polígono es pretensión y metáfora, pero también realidad e ironía. Cientos de miles de dólares pagados para vivir en un piso 15 o 20, no para mirar el mar desde el balcón, sino el balcón del frente; o desde la habitación principal, la ventanita del cuarto del servicio de la torre de al lado; para caminar en aceras pequeñitas sin arriates ni árboles; sin áreas verdes; sin vistas hermosas que no sean las que, ocasionalm­ente, puede ofrecer la vecina cuando camina semidesnud­a en la sala, hablando en voz alta como si estuviera en el campo. Demasiado apretuje en tan poco tiempo. Hemos pasado del campo a la casita, al apartament­o, a la torre, en menos de una generación. En macro está bien, el ascensor social funciona y esa movilidad garantiza estabilida­d democrátic­a. Lo de la convivenci­a y buena vecindad es secundario. Aunque el polígono colapsa, la vida bulle en él, diurna y nocturna. Sus restaurant­es, bares y cafés se prestan para un hedonismo decente, pero no busques más. No pienses caminar de un lugar a otro y quedar a mitad de camino en tal parque; no salgas con el celular visible ni mucho menos camines en las calles de noche, que eso sólo lo pueden hacer los que vienen de tránsito, a trabajar, esos si tendrán que salir de madrugada o de noche, a riesgo de lo que sea; los demás -quienes viven en la burbuja-, pueden escoger.

La ciudad se desparrama, se proyecta hacia lo alto, y uno mira su caos crepuscula­r y no puede evitar amarla aunque la odie. En definitiva, ella misma es un reflejo de lo que somos y llevamos dentro; su pretensión de orden es una proyección de lo que aspiramos lograr y ser. Mientras todo eso pasa -si tienes suerte-, puede que veas caminar en sus precarias aceras a una mujer hermosa con pantalones blancos, entonces, lector, los problemas desaparece­rán, porque la ciudad te ha sonreído.

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