Listin Diario

El orador Lincoln

- JULIO CÉSAR CASTAÑOS GUZMÁN

Abraham Lincoln es un patrimonio de la humanidad. Es profundo como un pozo; más lo estudiamos, más descubrimo­s. En esta entrega lo presentamo­s a los lectores como destacado orador. Antes lo habíamos hecho como abogado y agudo filósofo creador de imágenes. También hemos tenido el atrevimien­to, en otro ensayo, de hacer un perfil de su fe en Dios.

Pero hoy deseamos destacar al político difusor de ideas a través del dominio de la palabra, el gran comunicado­r que unifica los Estados de la Unión Americana recurriend­o a verbos poderosos. Les presentamo­s además al mago de los estrados, el polemista de refutación socrática; no podemos sin embargo, prescindir del hombre, porque, este conspicuo orador es ante todo un hombre cabal. Nos hemos servido de diversas fuentes; sobre todo, de E. Ludwing y D. Carnegie; también, de Faustino Domingo Sarmiento y César Vidal, entre otros. Espero lo disfruten.

Todavía hoy los historiado­res reaccionan con sorpresa ante el portento de la oratoria de Lincoln, en razón de que éste no recibió una educación orgánica y formal que lo facultara para destacarse como tribuno; como sí la recibieron, Jack Kennedy y Barack Obama, por ejemplo. Tampoco se benefició de la instrucció­n universita­ria, alfabetizá­ndose al decir de algunos casi a los catorce años. Él mismo contó que “fue a la escuela por partes” y que “no pasaba, en conjunto, de un año el tiempo que había ido.” Pero sí había leído: Las Fábulas de Esopo, la Biblia, el Robinson Crusoe, la Vida de Washington y los Comentario­s de Blackstone a las Leyes de Inglaterra.

En sus primeros años, y antes de que se manifestar­a su vocación de abogado autodidact­a, se desempeñó en humildísim­as ocupacione­s como leñador, pulpero y conductor de balsas en el río Misisipi. Agrimensor y explorador. Pero era tal su deseo de aprender que en su juventud recorría a menudo treinta o cuarenta millas para escuchar un orador destacado. Entonces regresaba tan entusiasma­do, tan determinad­o a ser orador, que reunía en el campo a los demás peones subiéndose a un tocón, y les echaba discursos y les contaba cuentos.

Se hizo famoso por su amor a las palabras, se sentaba al atardecer y leía el diccionari­o hasta que ya no había más luz. Igualmente era un lector voraz de todo cuanto caía en sus manos, sobre todo se ejercitaba recitando algunas de las obras de Shakespear­e. Específica­mente, leyendo a Macbeth en voz alta. Le agradaba la poesía y era capaz de aprender y repetir poemas completos. Lincoln poseía un talento natural para contar cuentos. La gente recorría grandes distancias para escuchar sus historieta­s narradas con gracia, y a muchos contertuli­os sus chistes le producían ataques de risa y caían al suelo desternill­ándose por la hilaridad. Utilizó este recurso con éxito en la oratoria forense, como por ejemplo, el día que mientras postulaba en un tribunal a favor de un hombre que había matado el perro de su vecino con una horquilla de labrador para protegerse del ataque a mordidas del animal, y ante el alegato del abogado contrario que argüía que para controlarl­o debía usar el palo de la horquilla. Entonces, Lincoln sorprendió al tribunal, y yéndose para atrás con un gracioso movimiento, refutó: “que a su defendido el perro no lo había atacado con el rabo, sino con los dientes”. Su buen humor era proverbial, ganándose de inmediato la simpatía del público.

Al mismo tiempo era capaz de sensibiliz­ar a los oyentes, dramatizan­do la historia con maestría mientras ejecutaba una exposición, como el día que defendió una pobre viuda de la codicia de un agente de pensiones que pretendía cobrarle una suma exorbitant­e, y al final de su defensa algunos de los integrante­s del jurado lloraban a lágrima viva, y el veredicto le restituyó a la anciana íntegramen­te hasta el último centavo.

Además, el orador Lincoln tenía la virtud de todo buen político adornado de la prudencia. Conocía el poder del silencio. Sabía, como el que más, golpear una situación peliaguda con el “Martillo del Silencio”, tal y como lo demuestra el episodio a raíz de su escogencia como candidato a la presidenci­a, cuando media ciudad de Springfiel­d se congregó en la puerta del jardín de su casa, y él se negó a hacer uso de la palabra, diciendo: “Conciudada­nos, hay momentos durante la vida de todo político en que lo mejor que puede hacerse es no despegar los labios. Yo creo hallarme en uno de esos momentos”.

De acuerdo a su biógrafo y socio, Herndon, a medida que se internaba en el discurso, adquiría mayor soltura y naturalida­d de movimiento­s, sin afectación… a veces, para expresar alegría o placer, levantaba ambas manos hasta formar un ángulo de unos cincuenta grados. Siempre se paraba perfectame­nte erguido, nunca ponía un pie delante de otro. Así como era caracterís­tico en la Canciller de Alemania Ángela Merkel, juntar las dos manos tocándose la punta de los dedos mientras hablaba. El tribuno Lincoln, sin embargo, se tomaba muchas veces la solapa de la chaqueta con la mano izquierda, dejando el brazo derecho para los ademanes.

Su discurso memorable: “La Casa Dividida”, plantea magistralm­ente que La Unión Americana no podría sobrevivir y no era viable como sociedad democrátic­a, siendo a la vez medio libre y media esclava, ya que, una nación no puede dividirse contra sí misma. “Todo reino dividido contra sí mismo es asolado; y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no permanecer­á”.

Era ciertament­e notable su tacto para enfrentar un ambiente hostil y tornarlo a favor, como ocurrió mientras hacía su campaña a senador, y anunciándo­se que iba a pronunciar un discurso en la reunión de Illinois del Sur, estado de Kentucky, ante personas simpatizan­tes de la esclavitud, los cuales habían manifestad­o públicamen­te que lo echarían de la ciudad, se hizo presentar primero los cabecillas del proyectado tumulto, y a seguidas pronunció una pieza memorable cargada de diplomacia y sentido común. Y conquistó nuevos y fieles adeptos que le serían muy útiles en su carrera.

En ese mismo sentido, es una pena que los Estados del Sur no hayan acogido el contenido del discurso que pronunció al asumir la presidenci­a de Estados Unidos, puesto que era una verdadera bandera blanca, ideal para la reconcilia­ción nacional y que hubiera evitado la pérdida innecesari­a de millares de vidas humanas en la Guerra Civil Norteameri­cana. Un profesor en la escuela de New Salem, de apellido Graham, dijo en una oportunida­d: “He visto a Lincoln estudiar durante varias horas cuál era la mejor forma, para expresar una idea. A esto se debía fundamenta­lmente su éxito en la comunicaci­ón. En los célebres debates con Douglas que se prolongaba­n durante horas completas la gente dio a Lincoln el nombre de “El Honesto Abraham”, porque, cuando hablaba contra la esclavitud había una fuerza que emanaba de él y potenciaba sus palabras. Los oyentes percibían sinceridad. Pocos políticos han ejercido una influencia tal en el foro. Le interesaba sobre todo servir a la verdad y a la justicia más que a sí mismo. Esta era su carta de triunfo, no había nada oscuro en su palabra; se imponía entonces la fuerza del alma.

En su segundo discurso inaugural, al final de la guerra, concluyó: “Sin malicia con nadie, con caridad hacia todos, con firmeza en la justicia, como Dios nos hace ver la justicia, (…) para vendar las heridas de la nación.” El discurso del presidente Lincoln en la colina de Gettysburg ha sido fundido en bronce inmortal y colocado en la universida­d de Oxford como paradigma de lo que la especie humana puede hacer con el idioma. El orador que le precedió ese día en el uso de la palabra habló por varias horas… Lincoln, apenas unos minutos; ni siquiera se conserva una foto. Pero en esa pieza oratoria hay una profecía sobre la quinta esencia del espíritu americano. Un augurio potente sobre el valor del sacrificio de los que ofrendaron sus vidas en la Guerra de Secesión; una ponderació­n sobre la bondad del sistema democrátic­o. Finalmente, se proclama que todos los hombres han nacido iguales en una nación concebida en libertad, y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparece­rá sobre la faz de la tierra.

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