México en Sundance
“Sujo” y “Frida”, las películas mexicanas que participaron en competencia en el reciente Festival de Cine de Sundance, fueron elogiadas por la crítica y premiadas por el jurado.
El Festival de Cine de Sundance celebró sus primeros 40 años de historia pidiéndonos a más de 500 críticos, periodistas, historiadores y programadores de todo el mundo que enviáramos nuestro top 10 personal del mejor cine presentado entre las montañas nevadas de Utah desde 1983. La aparición en el noveno sitio de la lista final de
(2002), de Alfonso Cuarón, por encima de la ópera prima de los hermanos Coen,
(1985) –una herejía, a mi ver– fue, de todas formas, un buen augurio del éxito que habría de gozar el par de cintas mexicanas en competencia, en las secciones de documental y de cine mundial, elogiadas por la crítica acreditada en el festival y, además, premiadas por el jurado.
En el caso de (México-E.U., 2024), vibrante filme documental realizado por la montajista Carla Gutiérrez –con varias decenas de créditos en su haber desde 2005–, la cinta obtuvo el premio Jonathan Oppenheimer a la mejor edición, un reconocimiento lógico y más que merecido, pues el montaje de la película fue responsabilidad de la propia cineasta debutante.Para descargo de los gringos –por lo menos de los gringos de Sundance 2024– el documental, no es ninguna babosada. Mucho menos lo es
(México – Francia – E.U., 2024), segundo largometraje de las cineastas Astrid Rondero y Fernanda Valadez, ganador del Gran Premio del Jurado, el mayor reconocimiento del festival. Yo conocí la incipiente obra de Rondero y Valadez hace más de una década, en Morelia 2011, cuando entré a ver una función de cortometrajes nacionales y, para fortuna mía, pues me topé con En aguas quietas (2011), un sensual cortometraje dirigido por Rondero y producido por Valadez, centrado en el azaroso encuentro de dos mujeres en cierta cantina pueblerina, con la voz de Toña la Negra como música de fondo.
es la más reciente colaboración de las dos cineastas, aunque esta vez firman como codirectoras, además de coproductoras, coguionistas y hasta coeditoras, en este último caso, con la colaboración de la veterana montajista Susan Korda. El terreno dramático es muy similar al de la temprana obra maestra Sin señas particulares: este nuestro México trágico cotidiano, un país convertido en un enorme panteón desde hace casi dos décadas, al inicio del calderonato. Sin embargo, a diferencia de lo que ha sucedido con otros creadores fílmicos interesados en la violencia narca de todos los días –cuyo cine, sea de documental o de ficción, ya muestra señas de claro agotamiento creativo–, Rondero y Valadez no han renunciado a la comprensión ni, mucho menos, a la empatía.
El Sujo del título es, precisamente, uno de los huérfanos a los que está dedicada la película. El niño, sin madre a la vista y con un joven padre sicario apodado “el Ocho”, es un chamaquito de cuatro años, siempre curioso y con los ojos bien abiertos, que es criado por su tía de pocas palabras luego de que el papá fue “cocinado” por el jefe de plaza del lugar debido a una “traición” imperdonable. Dividida en cuatro episodios, sigue la vida de su protagonista (Kevin Uriel Aguilar Luna como niño; Juan Jesús Varela como joven), que crece para convertirse en una suerte de apestado dentro de su propio pueblo de Tierra Caliente, pues la única condición para que se le perdonara la vida fue que el niño estuviera lo más encerrado posible, para no dañar la “reputación” criminal del jefecito narco del lugar.
En cierto momento clave de la cinta, el adolescente Sujo le dice a su correosa tía Nemesia (Yadira Pérez Esteban) que no se preocupe, que él no es su papá, es decir, que él no va a buscar venganza, pero que tampoco está interesado en seguir los pasos de ese tal “Ocho”, que no dejó tras de sí más que un apodo, cinco mil pesos, un carro empolvado y una capilla funeraria que nadie visita a no ser para orinar unas flores secas y olvidadas, como postrer desafío inútil. El espectador, que ya ha escuchado palabras similares en otras ocasiones –recuérdese al Michael Corleone de (Coppola, 1972) rechazando la herencia familiar al inicio del filme–, sabe muy bien que no es fácil renunciar a una forma de vida para la que, se supone, has nacido. Y más aún cuando vemos a Sujo convivir con sus dos primos, un poco mayores que él, que ya están emocionados haciendo sus pininos puchando drogas para el jefe de la plaza.
Es en la última parte del filme, cuando Sujo ha dejado atrás esos encendidos cielos rojos y amarillentos de Michoacán para irse a vivir a la Ciudad de México, cuando los deseos del muchacho de atisbar otra forma de vida se ponen realmente a prueba. Pero es aquí, también, cuando Rondero y Valadez nos confrontan no solo con la progresión dramática de este jovencito acorralado por su condición social, económica y educativa, sino con nuestros propios prejuicios como espectadores, no de la película que estamos viendo, sino de la realidad que nos rodea, como queda claro cuando Sujo ve a unos jóvenes universitarios ver con morbo mal disimulado alguna ejecución en su teléfono celular o cuando uno de sus primos, que llega de visita a la ciudad, le subraya que “a esta gente le valemos madres”. A esa gente. O sea, a nosotros.