Los polis bastardos de Stefano Solima
Dudo que en España alguien se hubiera atrevido a rodar una película como ésta; y de haberlo hecho, para no quedar mal con el ambiente de etiquetas facilonas y lugares comunes, con polis que golpean sin remordimientos a ancianas desvalidas.
SE NECESITAN MUCHO TALENTO Y VALOR PARA HACER ESA PELÍCULA DURA Y AMBIGUA SIN BUENOS
NI MALOS, SIN ETIQUETAS NI CLICHÉS
FÁCILES. neral. Y esa idea, la de soldados de Roma que defienden el limes, no es casual. Una de las más espectaculares secuencias de la película muestra, precisamente, cómo los celerini, equipados con cascos, protecciones, porras y escudos, actúan ante los manifestantes más violentos, después de un conflictivo partido de fútbol, con una táctica cerrada idéntica a la de las legiones romanas.
Con todo eso, lo admirable de la película es que muestra a seres humanos. El espectador puede pensar por su cuenta. Compartir o no los puntos de vista de esos hombres, participar o no de sus emociones y problemas, aprobar sus métodos o sentirse horrorizado por ellos; pero lo indiscutible, y ahí reside el valor de la película, es que en todo momento se trata de personajes vivos, mostrados en su realidad humana y no a través de filtros políticamente correctos, ideológicos y maniqueos. Mazinga, Cobra, el Negro, son hombres de oficio brutal, pero seres de carne y hueso; y Adriano, el joven antidisturbios mal adaptado al grupo, que no se encuentra a gusto con ciertos métodos y arrastra sus propios fantasmas, tampoco se presenta como el contraste de pureza y bondad frente a violentos malvados. Todos se mueven en los confines turbios de vidas singulares, teniendo propias y buenas razones para hacer lo que hacen, o lo que dejan de hacer, o lo que permiten hacer a otros; o para poner, por encima de todo, la lealtad personal de hombres que viven en territorio hostil, guerreros condenados, soldados perdidos de una causa en la que, a estas alturas de la película, de la política y de la vida, resulta demasiado difícil creer, tanto en Italia como aquí, en España.
Y es a propósito de España, precisamente, cuando ver ACAB supone un ejercicio muy interesante del que, incluso ante Italia, los españoles no salimos bien parados. Porque se necesitan mucho talento y valor para hacer esa película dura y ambigua sin buenos ni malos, sin etiquetas ni clichés fáciles. Un ejercicio, ése, para el que la vieja sabiduría italiana, su sentido común e inteligencia, resultan imprescindibles. Dudo que en España alguien se hubiera atrevido a rodar una película como ésta; y de haberlo hecho, para no quedar mal con el ambiente de etiquetas facilonas y lugares comunes, aquí habrían sido guardias ultrafascistas y malísimos, de los que golpean sin remordimientos a ancianas desvalidas, todos con la foto de Franco en la cartera; y el joven policía con escrúpulos habría sido un inmaculado santo laico, de moral y finura conmovedoras.