¿Cuánto nos cuesta la democracia?
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Quam quibusdantur mo cuptat volupti voluptiate nim et et o Sin paños tibios Federico A. Jovine Rijo Debajo de todas las etiquetas que se dirimen, Occidente vive una guerrilla ideológica; un escenario en donde las viejas ideologías se reciclan y se revisten de un corpus semántico diferente, pero sin dejar de cumplir su fin primario; esto es, intentar explicar el mundo.
En esa lógica, las ideologías del pasado -superadas o desfasadas- vuelven y se hacen presentes; y hoy América se debate entre el populismo y la restricción; la descentralización y el centralismo; la democracia y el caudillismo; la voluntad popular y el mesianismo. El sistema de partidos en la región ha hecho aguas: de Argentina a Canadá todo es incertidumbre. Las ideologías tradicionales ya no sirven para explicar la realidad o los desafíos productivos y tecnológicos; las ansiedades ciudadanas derivadas del consumismo; ni mucho menos para encontrar respuestas a las incertidumbres existenciales del presente. Lo único sorprendente -quizás-, es que la ola de cuestionamientos generalizados de que son objeto los sistemas de partidos políticos en toda la región, aún no haya llegado a nuestro país. ¿Significa eso que no pasará?
Las elecciones municipales tuvieron un buen desempeño dentro del estándar promedio de las de su tipo, pero enviaron una señal de alerta; un llamado de atención en torno a un cansancio democrático que no puede ser ignorado. En ella también afloraron -antes y después- cuestionamientos en torno a la cantidad de partidos que participaron (34), su razón de ser, su fin real (la representación) y su costo económico. Sobre la base de que para el año electoral 2024 los partidos dispondrían del 0.5% de presupuesto nacional (equivalentes a RD$5,111 millones), muchas voces se preguntan si nuestra democracia no nos está saliendo muy cara. A diferencia del “Acuerdo de Santiago” (1970), esa amalgama ideológica de partidos opositores que cohabitaban en diversos puntos del espectro ideológico planetario; o del “Acuerdo de Santo Domingo” (1994), donde Peña Gómez pudo repetir la hazaña de juntar “mansos con cimarrones”; el esfuerzo conciliador y la vocación de concertación del líder perredeísta trazó una pauta para todos los grandes líderes que le siguieron: la de que en cada elección es necesario sumar voluntades y votos, a través de la articulación de la mayor cantidad de partidos posibles.
Sin ideologías que los diferencien -30 años después-, la mayoría de los partidos minoritarios, más que contrapesos ideológicos del poder de turno, parecen rémoras detrás de un tiburón; o cuando no, funcionan como mecanismos de contabilidad de votos comprados, cooptados o transfugados; o como amortiguador que separa la zona de fricción entre los grandes partidos; evitando el bipartidismo que tiende a la radicalización; haciendo que nadie gane en primera vuelta sin ellos; y manteniendo una función de distensión política y movilidad social.
Es incómodo decirlo, pero, comparando con los miles de millones que cada año el Estado derrocha; que sus instituciones sub ejecutan, malgastan, o dilapidan en asuntos intrascendentes; lo que nos cuesta financiar esos partidos y la importancia de su rol en mantener la gobernabilidad, nos sale barato; o dicho más simple: ningún precio es caro a pagar por la democracia.