De Medellín al cielo hay sólo un paso
El Caribe es una metáfora cotidiana para la gente que vive en los territorios bañados por sus aguas; esas que comparten un origen común, y quizás, también un destino. Aunque nos hacemos llamar latinoamericanos, más que nada somos caribeños, porque entendemos la vida de una forma y así la vivimos también. Desde otra perspectiva, quizás nuestro desorden e improvisación estructural sea el mecanismo de defensa que las generaciones que nos precedieron asumieron, para poder sobrevivir en esta frontera imperial.
Ir desde dominicana hacia cualquier país caribeño es como llegar a casa. Podrán cambiar acentos, expresiones idiomáticas, usos, costumbres, bebidas, ritmos de baile, etc., pero, al final, no hay que hacer un estudio comparativo para llegar a la conclusión de que, a pesar de las diferencias, somos casi iguales. Y ahí precisamente residen las oportunidades y la magia; porque observando las experiencias de nuestros vecinos podemos incorporar mejoras en cualquier proceso y aprender de sus enseñanzas; replicar lo que funciona -y quizás mejorarlo- y evitar duplicación de errores. De ahí que cualquier experiencia que pueda conocerse de manera previa a la implementación de alguna medida en el país, amerita ser explorada; máxime cuando sea de países hermanos que comparten con nosotros tantas cosas.
Este artículo debería versar sobre la experiencia en manejo de residuos sólidos que tienen en Colombia, y sobre cómo han logrado enfrentar los grandes retos que tienen en el espacio insular de San Andrés, un pequeño anticipo del paraíso perdido a medio camino entre Cartagena y los sueños; o sobre el enorme nivel de eficiencia con que manejan sus estaciones de transferencia de residuos; o sobre la responsabilidad social de la empresa a cargo; pues esos supuestos son extrapolables a nuestra realidad nacional; porque la fragilidad de San Andrés nos recuerda que tenemos que continuar haciendo bien las cosas en Pedernales y mejorarlas en
Saona; o que hay mucho que aprender y replicar para gestionar eficientemente las estaciones de transferencia de Villas Agrícolas o Cancino: o que la labor del Fideicomiso DO Sostenible es fundamental para el país, por sólo citar algunos casos. Pero lo cierto es que, por más que intento concentrarme en cómo explicar todo eso sin caer en el aburrido tecnicismo, me pasa como a Clodomiro Moquete en 1987, que en aquel entonces no pudo escribir su columna sobre el evento que cubría, y decidió hacerlo sobre “Las piernas de Mu Kien” -la destacada historiadora-, las cuales obnubilaron su juicio.
Y como la historia es una constante repetición de lo que ya ha pasado antes, yo ahora me concentro más en la mirada de Adriana, que mientras explicaba cómo su empresa disponía eficientemente de los desechos peligrosos, no hacía más que embrujarme con el sortilegio de su sonrisa, el azabache de sus ojos y el dulce tono de una voz que, aunque acompasada y bien “paisa”, dejaba ver la cercanía que unía a dos culturas distantes y lejanas, pero también cercanas; tan cercana como la opresión que ahora siento en el pecho… esa que tarde en irse.