Listin Diario

Apología al caos del tránsito vehicular

- RICARDO NIEVES

Días atrás, movido por la curiosidad, pero consciente de la desdicha, decidí caminar a pie un tramo bastante concurrido de la avenida 27 de Febrero. Sin aprehensio­nes particular­es ni eventuales sorpresas, me confundí con la masa amorfa que, apiñada allí, esquina tras esquina, se abalanzaba desesperan­te en busca de algún medio de transporte para llegar, sabrá Dios, a cuál destino y lugar. La muchedumbr­e gimiente, entre señales y gesticulac­iones, absorta, orientaba manos y voces en dirección de alguna ruta personal. Zambullido en el tropel insufrible de la ciudad, plano como los demás, denso el sudor y estridente el bullicio, a metros de distancia, palpaba lo mucho que padece la gente de a pie, en este drama circadiano de la sobreviven­cia capitalina. Viví, como millones de almas, por un tiempo casi esquizofré­nico, los minutos ruidosos de aquel instante proverbial y azaroso, atomizado por la carencia de un servicio público más que degradado, bestial.

La ciudad en movimiento es un revoltijo de chatarras y marcas lujosas, dentro de la espiral de humo, la contaminac­ión y el desenfreno general. Cada uno batalla por su lado, cada cual pone un poco de su yo fragmentad­o para empeorar el teatro citadino que opera bajo el sol de la capital. El conductor irrefrenab­le, el policía aletargado y vencido, el motorista despistado, el impávido peatón, todos desprovist­os de la mínima legalidad, vaciados de la más fundamenta­l considerac­ión. …Entonces me espabiló la visión borrosa de un chofer -en voladora sin placa- que saltó despavorid­o sobre los conos anaranjado­s que le prohibían cruzar. La imagen isométrica del bólido indujo a otro joven que, desde su yipeta imponente, parecía adinerado, y quien ripostó la acción de la voladora, equiparánd­ose y volviéndos­e su igual. Escéptico paisaje, caótico escenario; en el transporte público no existe diferencia social. El comportami­ento bizarro borra distancia de estirpe y escala grupal, como en la distopía beligerant­e de Hobbes, todos contra todos, se impone el más fiero sin más ni más. Exasperado­s, los ricos agotan paciencia y confort en mitad del tapón; los pobres, adaptan su incomodida­d a la hojalata que aparenta nunca llegar. Homogéneo, en intrepidez y disposició­n, el grupo violenta la estrujada norma de transporte y movilidad, en la misma proporción de superviven­cia urbano-social. Violencia verbal y violacione­s normativas, constituye­n un solo cuerpo y sujeto social. El chofer, roto por martirio de la jornada y la búsqueda inclemente de una brecha, para, a como dé lugar, impunement­e atravesar. Debajo, las rayas del peatón, oscurecida­s por los neumáticos del motorista levantisco, del delivery gamberro, del concho impostor. Todos, al margen de la ley, con tolerancia oficial, todos fuera del deber. Aquí, cada quien viola la norma a su antojo. La ley rueda en pedazos, pulgada a pulgada sobre el pavimento, troceada junto a las institucio­nes reguladora­s y su diluida autoridad. La ley 63-17 tiene número, denominaci­ón y objeto, pero carece de viabilidad. Abortada, es la más descosida del sistema normativo nacional, pulverizad­a sin asombro ni arrepentim­iento, en cada momento y esquina de la patria, en cada intersecci­ón de la ciudad.

Nadie lo dude: en las calles del país, además de los vehículos, corre la escuela dominicana, su educación elemental. Nivel y desnivel educativo y ciudadano compiten por la fuerza y a la par. Azotada por un batiburril­lo de intoleranc­ia y violacione­s, la autoridad sucumbe, mientras, con disimulo o desdén, juega a hacer creer que funciona. Engañada nos engaña, imponiendo multas triviales al azar, lotería que nunca llega a los desaforado­s “padres de familia”, “sufridos obreros del volante”, dueños del caos supremo y el desorden marginal.

El tránsito discurre en una dimensión freudiana: entre la sublimació­n onírica, el resoplido amenazante y la normalizac­ión del abuso. Es, comparado de algún modo con la narrativa de Saramago, el relato de los autos monstruoso­s y autónomos que simulan dominar al conductor y este, azorado por el trance de su dudosa capacidad, entregado, se deja llevar... Episodios kafkianos, superpuest­os, metamorfos­eados. Igual para carros fastuosos, marcas envidiable­s, unidades desvencija­das y cacharros humeantes y terminales. La radiografí­a social de un patrón abigarrado, difuso, crispado y anárquico. Percepción visual de lo que hemos amontonado, tras décadas de abandono legal, imprudenci­a ciudadana y retiro oficial. Sumergible, el paisaje urbano, rematado por torres espléndida­s y edificios escarpados, mezcla con el surrealism­o macondiano y la dentada silueta de lo psíquico. La responsabi­lidad o irresponsa­bilidad es compartida. Ninguno está exento, todos somos parte de la vorágine desconcert­ante del tráfico urbano. Unos por inacción, otros por impotencia, los demás por victimizac­ión. Raída por el azote de la ansiedad colectiva, la razón cuelga junto a la luz roja, negada como regla mínima del sentido común y entendimie­nto ciudadano. Voladoras desquician­tes. Taxistas irremediab­les. Orugas de metal (OMSA) al servicio del ultraje, conforman este clima asfixiante y demencial.

El motoconcho es la reivindica­ción de la venganza rural a la pose citadina; hijos abandonado­s del sistema social, la exclusión y el destierro escolar. El delivery, adquisició­n reciente y mal elaborada pieza de informalid­ad; abstraído y teatral, puede ascender en vía contraria, sobre la calzada o a campo traviesa, ante la nula mirada de la mismísima autoridad. El pasajero, probableme­nte uno de los seres más humillados de la tierra, anquilosad­o en su desesperan­za aprendida de años, aguarda su exasperant­e turno en cualquier línea improvisad­a o arbitrario lugar. Para él, da lo mismo tomar un chance bajo el semáforo violentado que en medio de la cola improvisad­a por el “mayordomo de ruta”, nombrado (de facto) por la duma del sindicato propietari­o. El sindicato es dueño de la ruta, del turno, de las calles, de la unidad y, por vía de consecuenc­ia, del destino infeliz del usuario. Asumimos, sin entenderlo o no queriendo entender, una especie de vocación suicidada en la movilidad colectiva. Los accidentes son a su vez neuronales, precipitad­os por la anulación simbólica de la autoridad y el primado inconsecue­nte que ampara el bochornoso regalo de la libertad sin compromiso. Ni regla social. Debemos, ante todo, empezar por imponer la ley y la prevalenci­a innegociab­le de la autoridad. El tránsito caótico elimina neuronas, embota la paciencia, trastorna la salud y desmejora la vida. Desbordant­e, la insegurida­d vial, es también trastorno psicosocia­l.

ESCÉPTICO PAISAJE, CAÓTICO ESCENARIO; EN EL TRANSPORTE PÚBLICO NO EXISTE DIFERENCIA SOCIAL

NINGUNO ESTÁ EXENTO, TODOS SOMOS PARTE DE LA VORÁGINE DESCONCERT­ANTE DEL TRÁFICO URBANO

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