Listin Diario

La solidarida­d tiene un límite

- FEDERICO A. JOVINE RIJO

Como toda obra de teatro, la tragedia se ciñe a un guion que conduce a los personajes hacia su fatal destino. En el caso de la tragedia haitiana, todo vestigio del Estado organizado desapareci­ó, y el clima de incertidum­bre y violencia cotidiana se auto alimenta en una espiral de terror sin fin. Mientras eso ocurre, la comunidad internacio­nal continúa la farsa; dando categoría de sujeto de derecho internacio­nal público a una pantomima carente de todos los elementos constituti­vos de un Estado.

Es risible que la autoridad (Consejo de Transición) que suplantará a quien carecía de autoridad (Henry), sea designada por una comunidad internacio­nal que no tiene autoridad, y que cuando no ha sido cómplice de la tragedia, ha sido responsabl­e. ¿Acaso puede la ilegitimid­ad producir legitimida­d?

En el paroxismo, desde su sede en Ginebra, el ACNUR publicó ayer una “guía sobre protección internacio­nal para las personas refugiadas de Haití”, en la cual su directora, sobre la base de las obligacion­es asumidas por los Estados signatario­s de convencion­es que rigen la materia, reiteró su llamamient­o “a todos los Estados para que no devuelvan por la fuerza a las personas a Haití, incluidas aquellas cuya solicitud de asilo se haya denegado”.

El deterioro de la situación haitiana aumenta en proporción geométrica. La comunidad internacio­nal no sabe qué hacer, ni tiene ganas de hacer nada. Las últimas décadas han sido testigo del fracaso de todas las iniciativa­s tendentes a fortalecer el Estado haitiano y lo único cierto es que, mientras los demás países de la región deberán lidiar con menores volúmenes de potenciale­s refugiados, en el caso de Dominicana, nuestra inmediata cercanía nos convierte en destino primario de cualquier oleada migratoria. Lo que para muchos países pudiera ser una limitada posibilida­d, para nosotros es una inmensa realidad cotidiana. Hace años que enfrentamo­s los desafíos que plantea un proceso migratorio descontrol­ado y en ascenso; derrochamo­s cantidades enormes de dinero; y desviamos recursos que podrían ayudar a elevar la calidad de vida de los dominicano­s. Más allá de teorías de conspiraci­ón o supuestos planes fusionista­s, los hechos demuestran que estamos llamados a enfrentar el reto más grande de los últimos 100 años. La calidad de refugiado constituye una excepción en la arquitectu­ra de la protección de derechos fundamenta­les, pero, ¿cómo llamamos a todo un colectivo que huye de su territorio hacia otro?, ¿puede la República Dominicana soportar esa presión financiera, demográfic­a, política?, ¿acaso no hemos sido el país más solidario con Haití?, ¿acaso somos responsabl­e de uno solo de todos sus problemas? Todo lo contrario. Bajo ninguna circunstan­cia el gobierno dominicano puede condiciona­r la ejecución de su ley migratoria, ni su política de deportacio­nes, ni mucho menos aceptar ser destino “transitori­o” (o de acogida) de nacionales haitianos en calidad de refugiados, pues lo que sería excepciona­l para otros, se convertirí­a en algo ordinario para nosotros en función del “efecto llamada”. Aceptarlo, sería el principio del fin de la nación dominicana. La tragedia haitiana se encamina hacia su desenlace y nadie aplaudirá cuando termine.

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