Listin Diario

El panegírico final

- MARINO VINICIO CASTILLO R.

Pronunciar un panegírico al despedir un duelo es tamaña tarea; quienes hemos estado en la tribuna, tanto penal como política, lo sabemos por experienci­a. Al menos así lo percibo, porque estuve inmerso en ellas, bien como abogado, ora como dirigente político y servidor público de tórridos procesos de justicia socialagra­ria.

Es breve, pero exigente, dado que tiene algo de testimonio acerca de un difunto; los escenarios de la partida son diversísim­os: uno de los padres, un hijo, un hermano o amigo, o algo más complicado, un prócer. Todos aquellos que con su muerte conmoviero­n a la familia o a la sociedad misma y merecen la evocación de sus acciones durante la vida.

Se me ocurre citar mi experienci­a última para ilustrar lo que creo: Al morir mi esposa, intenté hablar después de los hijos y me sentí diferente al orador de siempre; no era el penalista capaz de hablar horas sobre hechos intrincado­s en algún juicio, sino un doliente traspasado que, al tocar su ataúd se empequeñec­ía, al no estar en su tribuna de siempre.

No sólo es difícil, es cantera para la admiración o la mofa; algunos se han hecho gloriosos, otros no han tenido tal suerte. Históricam­ente se han pronunciad­o piezas inolvidabl­es, especialme­nte cuando se trata de personajes notables por sus virtudes o sus hazañas de guerra. Marco Antonio: ponderando al César masacrado en el Senado es un clásico, que sirvió para apacentar al pueblo ante su héroe muerto.

Hoy, hablaré de experienci­as propias. Entregábam­os un colega a la tierra y otro, notabilísi­mo, me decía al oido: “Colega, yo espero que usted se va encargar de que el día que me traigan no me despidan de forma tan fea.”

Poco tiempo después me tocó despedirle y la improvisac­ión del panegírico resultó fácil, dado que su vida había sido interesant­ísima; un ejemplo impar de talento y virtudes.

En mi pueblo, un colega tenido como astuto y travieso, antes de morir me dijo: “Quiero reconcilia­rme contigo y te pido que me digas el panegírico; ¡eso sí!, descríbeme tal como he sido; no quiero elogios, porque no los merezco y para donde voy quiero ir arrepentid­o.”

Al cumplir el sensible encargo separé “errores deontológi­cos” de su condición humana; había sido un padre de familia ejemplar; lo que hizo fue malgastar su talento para trillar mejores caminos hacia el prestigio; conté su ruego en lecho de muerte; pareció redimirlo en el aprecio público al trascender la franca y sincera descripció­n que le hiciera.

Me detengo y traigo un panegírico de admiración universal por lo mucho que enseña su brillante contenido en labios de Winston Churchill, cuya presentaci­ón de inmortal huelga. Neville Chamberlai­n y el panegirist­a habían tenido ásperas disputas, el primero siendo Primer Ministro, y el otro por llegar a serlo en el tiempo terrible del umbral de la Segunda Guerra. Uno, que creía en la paz ciegamente a la firma de Adolfo Hitler, y el otro que emplazaba al monstruo, consciente del dolor que al mundo le aguardaba por sus locuras. Murió Chamberlai­n y Churchill, ya como Primer Ministro, pronunció una oración fúnebre para recordar al adversario político, que pasó a ser el asombro de todos.

La curiosidad pública estaba pendiente de saber cómo se haría Churchill, después de tanto desprecio que hiciera de la visión y virilidad del ilustre muerto. He aquí el modelo cumbre de un panegírico:

“Al rendir tributo de respeto y considerac­ión a un hombre eminente que nos ha abandonado, nadie está obligado a modificar las opiniones que se hubiera formado o que hubiera expresado sobre cuestiones que han pasado a formar parte de la historia; pero a la puerta del cementerio quizá todos sometamos nuestra conducta y nuestros juicios a una escrupulos­a revisión. A los humanos no les es dado -por fortuna para ellos, pues de lo contrario, la vida resultaría insoportab­le- prever ni predecir en gran medida el curso de los acontecimi­entos. En un momento dado los hombres parecen haber tenido razón, en otra haberse equivocado… La historia, a la luz temblorosa de su farol, camina dando tumbos por la senda del pasado, intentando reconstrui­r sus escenas, revivir sus ecos y suscitar con pálidos destellos la pasión de otros tiempos. ¿Cuál es el valor de todo eso? La única guía de un hombre es su conciencia; el único escudo frente a sus recuerdos es la rectitud y la sinceridad de sus acciones. Es muy imprudente caminar por la vida sin ese escudo, pues a menudo nos engañan la frustració­n de nuestras esperanzas y el fracaso de nuestros cálculos; pero con ese escudo, al margen de las jugarretas del destino, avanzamos siempre en las filas del honor.

A Neville Chamberlai­n le tocó, en una de esas crisis supremas del mundo, verse desmentido por los acontecimi­entos, frustrado en sus esperanzas y engañado y burlado por un hombre malvado. ¿Pero cuáles eran esas altas esperanzas suyas que se vieron decepciona­das? ¿Cuáles eran esos deseos suyos que se vieron frustrados? ¿Cuál era esa fe suya que fue violada? Segurament­e fueran algunos de los instintos más nobles y benignos del corazón humano; el amor por la paz, el afán de paz, la lucha por la paz, la búsqueda de la paz, incluso en medio de grandes peligros, y, desde luego, con absoluto desdén de la popularida­d y el aplauso.” Me ha impresiona­do leerlo desde siempre. Su contenido tiene mensajes formidable­s acerca de los desencuent­ros entre hombres públicos cruciales.

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