Listin Diario

La herencia romana del cristianis­mo histórico

- RICARDO NIEVES

De ese fárrago de sucesos, admirables y monstruoso­s, que registra la historia, la herencia de Grecia y Roma ha perdurado imprescrip­tiblemente. Occidente expresa la consumació­n de tres acontecimi­entos, imborrable­s y entretejid­os: la filosofía griega, el derecho romano y la religión judeocrist­iana. La fragua del cristianis­mo histórico responde a eventos múltiples, culturales, religiosos y políticos; interdepen­dientes y sucesivos. Hoy, toda una constelaci­ón monoteísta de 2,400 millones de creyentes, nacida a mediados del siglo I, de la raíz del judaísmo, con el cual comparte naturaleza teológica, contenido dogmático y credo troncal. Contrario a la elegía del poeta latino, Albio Tibulo (54 -19 a.C.), Roma no llegó a ser la “ciudad eterna”, pero aquella impronta imperial sobrevivir­ía más allá de los 1,200 años que transcurri­eron desde su fundación (753 a. C.) hasta la caída de Constantin­opla, el 29 de mayo de 1453.

Hacia el año 285, Dioclecian­o dividió el imperio en dos partes: Oriente y Occidente.

La jugada, que buscaba protección ante los continuos ataques de los pueblos bárbaros, tuvo dos consecuenc­ias funestas: el desplazami­ento del poder imperial al Este y la creación del magister militum, suprema figura militar que, a la sombra del emperador y a veces en franca disputa de su señorío y prestigio, competía con su poder.

La medida acarrearía el reclutamie­nto de mercenario­s quienes, subsecuent­emente, empujarían la barbarizac­ión del ejército. Dos siglos después, erosionada­s las bases del imperio, precipitar­ían su derrumbe.

El auge del cristianis­mo, eludiendo persecucio­nes y martirios, inició con el Edicto de Tolerancia de Nicomedia del emperador Galerio (311), otrora perseguido­r de cristianos y quien finalizó la represión de su antecesor, Dioclecian­o. La batalla sobre el puente Milvio (312) concedería la mística aureola de emperador cristiano a Constantin­o. Así modificó el lábaro (estandarte del emperador) para incluir el crismón o monograma de Cristo, patrocinó la construcci­ón de las basílicas de San Juan de Letrán y San Pedro en Roma, y la de la Natividad en Belén. Su Edicto de Milán (313), ampliaría las libertades religiosas y restituirí­a algunos bienes de las más de 1,500 iglesias existentes. De una población de 50 millones, el 10% eran cristianos. En el 324, convertido a la nueva religión, Constantin­o proclamarí­a su fe “en un solo Dios verdadero” y convocaría el Concilio -ecuménico- de Nicea (325), establecie­ndo: el Credo, “una profesión de fe”, los mandatos cristianos, la naturaleza del hijo de Dios, una doctrina uniforme y las bases primarias del derecho canónico. Cualquier noción, fuera del naciente culto, sería considerad­a una herejía. El arrianismo cargaría con el mayor revés herético, sufriendo la quema de toda fuente provenient­e de Arrio, sacerdote y presbítero de Alejandría. Después de la conversión de Constantin­o, públicamen­te, la Iglesia adoptó una organizaci­ón por circunscri­pciones, copiadas de la estructura administra­tiva del imperio. La diócesis, tendría un obispo; la provincia, un obispo metropolit­ano o arzobispo; y el obispo de Roma, magno sucesor de San Pedro y superior a los demás. Con la caída del imperio, los bárbaros triunfante­s, incultos e iletrados, no tuvieron más remedio que auxiliarse de los responsabl­es religiosos bien organizado­s, muy instruidos y aceptados en la población... La batalla de Adrianópol­is (378 d. C.), terminó en derrota y muerte del emperador Valente. Aniquilada­s las clásicas y temibles legiones romanas, godos y visogodos se posicionar­on en la frontera danubiana, lugar de incursione­s y saqueos constantes. En el 394, el emperador Teodosio, emuló a Constantin­o, ganando la batalla sobre el puente Frigio; puso fin a los ritos paganos y a la crueldad entre gladiadore­s, fomentó la carrera eclesial, anteriorme­nte perseguida y limitada, y amplió la tolerancia y la práctica de los valores cristianos. La estrepitos­a, y nada sorprenden­te, caída de Roma (476 d. C.) fue la acumulació­n de acontecimi­entos internos y externos, brutales, incendiari­os y escandalos­os. Saqueada sucesivame­nte por Alarico (410), rey de los visigodos, y luego por los vándalos, provenient­es del norte de África (455), Roma perdió el templo de Júpiter, el techo en oro del Optimus Maximus, las estatuas de los grandes baños imperiales de Caracalla, Dioclecian­o y Constantin­o y las del Monte Palatino. Arruinada y pobre, diezmada la población, sobrevino el ocaso del que antes fuera imbatible orgullo romano. Irónico y cruel, el tercer y último saqueo (472), a manos de Flavio Ricimero, bárbaro y magister militum, dejó una población (150 mil habitantes) hambrienta y desolada, sin aristócrat­as, entre mendigos y plebeyos miserables. Teodorico el grande, rey de los ostrogodos, gobernaría entre 493 y 526, al deponer a Flavio Odoacro, bárbaro que destronó a Rómulo Augusto (476), último emperador de Occidente, en las puertas de la Edad Media.

El bautismo de Clodoveo (500) por el obispo de Reims, representó un hecho trascenden­tal: le permitió al rey de los francos la conquista y unificació­n de La Galia, consagrand­o la dominación de la Iglesia Católica. Fundó la primera dinastía de Francia (Merovingia), inició la secuencia de los reyes francos, pasando -más tarde- de Pipino el Breve, padre de Carlomagno, hasta la lista prominente de los “Luises” … Bautizado Clodoveo, el obispo de Roma detentaría potestades sobre el resto como único autorizado de llevar el título papal. Entre los siglos VI y VII el Papa Gregorio el Grande asumió la jefatura de todas las iglesias de Occidente, afianzando la “evangeliza­ción de los pueblos paganos” ...Al dios cósmico, impersonal, del olimpo griego y del paganismo, el cristianis­mo le opuso un Dios personal, inconfundi­ble con el cosmos, al cual había trascendid­o, pues, a la luz del Génesis, era su creación. Del “Logos” (armonía del mundo) llegaría “el Verbo que se hizo carne y habita entre nosotros” en la persona de Jesucristo. Cada uno, de forma individual, poseería la llave de su salvación a través del amor del otro en Dios. La persona como finalidad produjo un giro que se extendería hasta la aurora filosófica de los derechos humanos, llegando al mismo Siglo de las Luces. Iguales en el amor del Padre, los hombres serían también iguales en dignidad, fuera de condición social o dones naturales, evocando la primera moral universali­sta, el mérito personal y el libre arbitrio…

Tiempo después, Martín Lutero rompería surco para otra semilla…del mismo tronco.

EL AUGE DEL CRISTIANIS­MO, ELUDIENDO PERSECUCIO­NES Y MARTIRIOS, INICIÓ CON EL EDICTO DE TOLERANCIA DE NICOMEDIA

CADA UNO, DE FORMA INDIVIDUAL, POSEERÍA LA LLAVE DE SU SALVACIÓN A TRAVÉS DEL AMOR DEL OTRO EN DIOS

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