Necrológicas del periodismo: el valor se le supone
En algunos países, los periodistas arriesgan su vida para contar lo que pasa. En las sociedades democráticas, pueden perder su trabajo si contradicen la línea editorial del medio, pero oponerse a la ideología de la mayoría de los compañeros de profesión p
CIUDAD MÉXICO TOMADO DE LETRAS LIBRES
Eontar historias l valor, al periodista, se le supone, como a los soldados en el ejército. Esa valentía es motivo de heroísmo y de admiración cuando se ejerce lejos, en tierras exóticas contra déspotas corruptos y dictadores genocidas. O bajo los bombardeos en Ucrania o en Siria, para documentar y erradicar crímenes contra la humanidad. Incluso filmar cocodrilos comiendo ñus en el río Mara en Kenia exige agallas y un buen zoom. El periodista recibirá el respeto de sus colegas, galardones y homenajes, dará charlas en público e incluso ligará más al regresar a casa, sobre todo si es chico. Pero seamos francos, la ratio de periodistas occidentales muertos cubriendo conflictos armados es similar a la comparativa entre accidentes de avión y accidentes de tráfico. Es más, cubrir una guerra puede ser intenso, emocionante, adrenalínico. Se empieza practicando en correfocs o en los Sanfermines, y de ahí el salto a riesgos más temerarios solo depende del nivel de adicción, del narcisismo, de tu presupuesto para pagarte el subidón o de las ganas que tenga algún medio de costearte el Dragon Khan. Es más, te puedes inventar mil batallas y enaltecer tu supuesta valentía. Nadie va a comprobarlo. Los mejores suelen ser discretos, diligentes y aguantan bien la carga acumulativa del trauma. A medida que la distancia emocional y geográfica se va acortando, el peligro y su correspondiente valentía se perciben de otro modo. Desvelar corrupciones de poderosos en tu propio país sigue siendo más arriesgado que ir a cubrir conflictos lejanos y terribles. Los periodistas palestinos en
Gaza o los mexicanos en México se enfrentan a diario a una muerte muy probable. Los periodistas chinos, rusos o iraníes que interfieren con sus gobiernos corruptos desaparecen misteriosamente. Cualquier periodista en cualquier lugar del mundo que contradiga al islam puede ser objetivo de un atentado terrorista. Quienes trabajan en tiempos de paz en sociedades democráticas pueden afrontar consecuencias negativas profesionalmente si desvelan la corrupción de un político, un magnate o un personaje público. Si sus denuncias e investigaciones contradicen la línea editorial del medio, pueden perder su trabajo. Pero para lo que realmente hacen falta muchas agallas es para oponerse con pruebas a la ideología mayoritaria de tus compañeros o de tus editores. Peor aún, desvelar la corrupción, o incluso los delitos, de esos compañeros y de ese medio.
En Todos los hombres del presidente (1976), Robert Redford, alias Bob Woodward, el novato, le mete un buen rapapolvo a Dustin Hoffman, alias Carl Bernstein, al exigirle que respete su trabajo. Bernstein le responde a Woodward que ha pulido su texto porque era confuso, pero lo ha hecho sin avisarle. “Es verdad, tu texto es mejor. Aquí tienes mis notas. No me importa lo que has hecho. Lo que me molesta es cómo lo has hecho”, le espeta el novicio.
Al exigirle ese respeto, Redford se ha ganado el nuestro de inmediato, y también nuestra confianza: si así se comporta en la distancia corta, su firmeza nos garantiza que será implacable con los políticos corruptos, con el enemigo exterior. Esa escena sería hoy inverosímil, porque en un sector donde la mayoría de profesionales son autónomos, es decir, empresas individuales falsas sin ningún derecho sindical ni protección gremial, el editor puede cambiar el titular y el texto a su antojo y sin consultar con el autor, al que se le queda la firma a cuadros al leer un contenido tan pulido que poco tiene que ver con el original. Si esa escena sucediera hoy y el político objeto investigado fuera un demócrata, es probable que Hoffman/ Bernstein hubiera denunciado al recién llegado por antisemitismo. Redford/Woodward tampoco tendría un apartamento de mala muerte atestado de papeles y libros viejos desordenados sobre el escritorio de segunda mano, porque simplemente no podría permitirse pagarlo. Incluso es probable que ni siquiera cobrara, sería un simple meritorio intentando abrirse camino en el prestigioso diario y manteniéndose con turnos de noche en la hostelería. Diría más, siendo un hombre blanco y pobre, ¡el Washington Post ni como becario lo aceptaría!