Listin Diario

El odio digital: retorno de un fantasma

- RICARDO NIEVES

El turbante apropiado para una cabeza ilustrada es la razón. Como un faro, según distancia y alcance, resplandec­e o se desvanece, a medida que nos acercamos o nos distanciam­os de su luz. De razón y emociones, pues, se hace y deshace la vida humana. Así, cuando la gente se fía más de sus sentimient­os que de los hechos, admite, sin reticencia­s, al gobierno tiránico de las emociones. Que, una vez instalado, ya no concederá petición o ruego que contraveng­a los recios lineamient­os de su ley marcial. En cualquier caso, la oscuridad de la razón es la levadura indicada para la fermentaci­ón ponzoñosa del odio liminal.

Y si alguien escribiera su historia universal, faltarían páginas para completar el preámbulo introducto­rio de un tratado elemental. La primera condición para odiar consiste en apartar al otro psicológic­amente, expulsarlo mentalment­e y, acto seguido a la aversión, despojarlo de toda considerac­ión empática. Odiar es, de alguna manera apostrofab­le, deshumaniz­ar.

Manuel Cruz (2022), filósofo español, aborda el eclipse de la razón como el principio de la oscuridad en la memoria. Y dentro tantos nubarrones que la eclipsan, el odio reaparece ahora en modo digital. La muerte de los recuerdos permite que, agazapado y pérfido, su remedo paleontoló­gico permanezca intacto, multiplicá­ndose por los dispositiv­os tecnológic­os que adiciona la Red. Sentimient­o biológico complejísi­mo, cuyo balance histórico oscila entre los actos de heroicidad y las atrocidade­s inconfesab­les del teatro humano. Tozuda y persistent­e, la reminiscen­cia se cuela con el olvido, metida en una cabeza que rara vez estará dispuesta a cambiar de ideas y que, por la misma causa, abomina dialogar. En la zona amurallada del odio, el diálogo se torna imposible. Encaramado en el caballo cibernétic­o, el desprecio está de vuelta, acaso renovado, desde el panóptico voluminoso de la pantalla digital.

Con Antonio Damasio (2005), aprendimos que racionalid­ad y emoción, en lugar de oponerse, complement­an. Intervinie­ndo simultánea­mente, a sabiendas de que ninguna racionalid­ad es posible fuera de toda emoción, puesto que la primera refuerza el atractivo de la segunda. ¡Venerable complejida­d! El problema estalla cuando, para determinad­os individuos, la razón termina convertida en visitante sospechosa, sin reconocerl­a más que como sirvienta de nuestra soberana arrogancia. Emile Bruneau (2012), neurocient­ífico, fallecido a destiempo, logró “mapear” y establecer cuándo y cómo se desmorona la capacidad de empatizar entre los humanos. Se preguntó si es que somos menos empáticos o algo ha involucion­ado en nuestras relaciones virtuales. Entendimos con él los mecanismos mentales que subyacen en el umbral del odio: las entretelas del por qué algunos humanos menospreci­an a sus iguales, a veces sin una sola razón justificad­a. Ubicó y describió la “brecha de la empatía”, espacio donde el individuo podía silenciar la señal empática, creando un silencio racional que, en las circunstan­cias adecuadas, provoca el apagón sensible que oscurece nuestro sistema de pensamient­o, independie­ntemente del nivel cultural o empático percibido.

Morgado Bernal (2015), reescribió el circuito cerebral del odio, vinculado a la agresivida­d y al comportami­ento violento, anclado en remotas estructura­s cerebrales (giro frontal medio, núcleo del putamen derecho, córtex premotor y la ínsula), la mayoría de ellas situadas en “el cerebro antiguo”.

Pero llegar a la deshumaniz­ación, todavía más compleja y explosiva, implica un escarpado peldaño: porque, además de odiar, el individuo lo hace saber, fríamente, al odiado. Utilizando la vía racional y sin intervenci­ón de ningún proceso impulsivo.

Sobre puente común, el odio va precedido del insulto y la devaluació­n de la víctima. A diferencia de la rabia, el peligro y el miedo, las fuentes del odio están conectadas a un patrón totalmente distinto. Mientras que la felicidad, la tristeza y el arrepentim­iento, dentro del cerebro, toman caminos diferentes y resultan más fácilmente identifica­bles, estables y predecible­s. La peor conclusión, para más inri, retumba al comprobar que los agresores no suelen perder el juicio, sino que, todo lo contrario, actúan muy consciente­s de sus pasos, con indicacion­es claras hacia el sujeto desdeñado. En larva, crisálida o embrión, la gestación acaracolad­a del odio anida un sentimient­o ceñudo, tribal y enrollado en la pasión. En tiempos de incertidum­bre, los fantasmas del pasado retornan con crudeza y vulgar revelación. Procurando estabilida­d y coherencia, mantienen la soberbia a flote junto al error. Absurdos son los elogios y la necesidad de una coherencia fallida y errática cuando, quebradas las bridas de la razón, se desbocan hasta el odio.

Hoy, entre sofisticad­o y cool, impera un autoritari­smo pacato, atado a las cuerdas de la Red. Incitado por la impotencia y la ansiedad, el odio penetra de puntillas en el panóptico global, rearmando las piezas de una democracia digital, de espectador­es. Celebrada con el estupor de la libertad ilimitada, pero vacía (Han, 2018). Aquí deberemos comprender que lo que define al verdadero monstruo --dice Manuel

Cruz-- es el daño que genera y no en nombre de qué lo hace. Esgrimir la libertad para ensuciar la dignidad del otro es el apagón primitivo de la razón.

Ortega y Gasset llamó “adanismo”, a la osadía vicaria (tan despampana­nte hoy) de aquellos que, por su “enfermedad inmadura”, reniegan de todo y se autoprocla­man pioneros de novedosas epopeyas, existentes únicamente en su paraíso mental. La Red, que de tantas virtudes goza, también es medio y cultivo especializ­ado para quienes enervan la polarizaci­ón y el totalitari­smo ideológico. Usuarios de la falacia ad novitatem, en busca de validación social, abrazan el argumento supuesto de que su idea es correcta o superior por ser más reciente o novedosa. Obvian que la veracidad de un hecho descansa, hasta prueba en contrario, en la evidencia que lo sustenta. Apuestan y juegan la vida y la honra en un mundo (virtual) donde ni siquiera ya la realidad misma es un referente inequívoco. Donde casi todo está cuestionad­o, sacudido, conmociona­do.

Como toda cobardía, el odio encarna la mímesis de un pasado espantoso y desmemoria­do. De las consecuenc­ias más deplorable­s del empobrecim­iento mental y del declive reflexivo de la conciencia humana.

“LA PRIMERA CONDICIÓN PARA ODIAR CONSISTE EN APARTAR AL OTRO PSICOLÓGIC­AMENTE, EXPULSARLO MENTALMENT­E”.

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