Hernán Rodríguez Castelo
No existe, creo no equivocarme, un escritor que, como Hernán Rodríguez Castelo, que acaba de abandonar el mundo de los vivos cumpliendo con la fatalista frase de Jean Paúl Sartre: “el hombre, ese condenado a muerte”, haya llevado a cabo una investigación tan sabia y completa de la literatura nacional, con estudios críticos y antologías, sin olvidar su también preocupación por las artes plásticas como autor de obras profundas al respecto o las presentaciones, siempre claras y analíticas, de exposiciones de pintores y escultores ecuatorianos. A su labor ensayística habría que agregar la creativa, sobre todo en el campo de la literatura infantil, género del cual contamos con tan pocos exponentes.
Algún libro mío, una antolo- gía que lleva el título de mi primer libro, se inicia con un prólogo de Hernán que yo saqué, sin su autorización, de las páginas de algún estudio suyo sobre la moderna poesía ecuatoriana. Recuerdo que al encontrarme con él en uno de mis viajes a Quito, tuve la suerte de llevar conmigo uno de tales ejemplares por lo que le conté la novedad y, por supuesto, le obsequié el que llevaba conmigo. Constaba en ese texto un estudio que, como interesado, por lo elogioso que era no puedo calificar de justo. Pero sí me complació y me sigue complaciendo, por supuesto, que un crítico de su categoría haya visto valores en los versos que he venido escribiendo desde mis épocas juveniles.
La labor de este autor fue permanente y responsable, es decir a tiempo completo. Siempre es- taba produciendo algo nuevo y no repitiendo viejos y manidos conceptos sino interpretando con profundidad analítica los textos de los que crean a través de la palabra o de las formas y colores o sea de quienes, abstracta o figurativamente, enriquecen más la de por sí importante creación plástica de nuestro país que tiene su mejor antecedente en la Escuela Quiteña de la colonia. Le tocó, con su enjundioso e imparable trabajo, llevar a cabo la historización de la literatura y el arte, con gran sentido de ecuatorianidad. Sus palabras, sus pensamientos, su análisis, su interpretación del fenómeno creativo siempre fueron certeros y ajenos a cualquier odio personal o egoísmo. Paz en su tumba.
Le tocó, con su enjundioso e imparable trabajo, llevar a cabo la historización de la literatura y el arte, con gran sentido de ecuatorianidad’.