A1. ¿Un nuevo Trump?
En Washington casi todos coinciden en que la presidencia de Donald Trump está entrando a una nueva fase. Pero no resulta fácil definirla. Muchos esperaban que el despido de Stephen Bannon (ex asesor principal de la Casa Blanca y encarnación residente del nacionalismo blanco estadounidense) agilizaría el funcionamiento del Gobierno, mitigaría (aunque sin eliminarlas) las disputas internas y reduciría las filtraciones. Puede ser que desde que John Kelly asumió como jefe de gabinete y empezó a poner más orden en el Ala Oeste las internas se hayan aquietado. Pero mientras Trump sea presidente, la Casa Blanca no se va a destacar por el orden. De hecho, Trump sigue teniendo contactos frecuentes con Bannon, que volvió a hacerse cargo de Breitbart News. Inevitablemente, apenas había empezado septiembre, y con solo cinco semanas de Kelly en el cargo, Trump ya no soportaba las restricciones impuestas por el nuevo jefe de gabinete. Kelly limitó el acceso a la Oficina Oval, escucha la mayoría de las conversaciones telefónicas de Trump en horario de trabajo y filtra cada pedazo de papel que llega al escritorio del presidente (con lo que eliminó las diatribas extremistas que algunos miembros de su equipo acostumbraban hacerle llegar). El problema es que Trump disfruta el desorden; así dirigía su empresa, y no tolera que lo controlen. Las especulaciones sobre la posibilidad de un “nuevo Trump” llegaron a su apogeo a principios de septiembre, tras un acuerdo inesperado entre el presidente y los líderes demócratas en el Congreso. Trump acordó con los jefes de la minoría en la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, y en el Senado, Chuck Schumer, el modo de incrementar el límite de endeudamiento del gobierno federal (que el Congreso debe subir todos los años conforme aumenta el gasto) y prorrogar las asignaciones presupuestarias (porque el Congreso nunca tiene los proyectos de ley presupuestaria a tiempo). Ambos elementos iban de la mano con una asignación especial para finan- ciar los trabajos de recuperación tras el huracán Harvey. (El huracán Irma fue peor pero todavía no había llegado.) Durante la reunión con Pelosi y Schumer en la Oficina Oval, Trump interrumpió al secretario del Tesoro, Steve Mnuchin, cuando este defendía la posición de los republicanos: que la prórroga fuera por dieciocho meses, hasta después de las elecciones legislativas de 2018. Los demócratas querían que solo fuera por tres meses, lo que exponía a los republicanos a una votación peligrosa antes de las elecciones. Antes de la reunión, el presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, rechazó la propuesta de los demócratas terminantemente. Pero de buenas a primeras y sin dar aviso ni siquiera a sus propios asistentes, Trump la aceptó. Lo único que pasó es que Trump vio una oportunidad y la aprovechó. No tenía ningún triunfo legislativo que mostrar y consideró que había que hacer “algo”. El alboroto que causó el alineamiento de Trump con los líderes demócratas impidió ver que el acuerdo de marras solo afecta el calendario, pero no la sustancia de la agenda legislativa. Y toda la discusión que se desató después, sobre las verdaderas creencias de Trump dejó de lado el hecho fundamental: Trump no tiene una filosofía política, solo es un oportunista ansioso de publicidad y aplauso. Por más que desprecie a los “medios deshonestos”, le encantó la cobertura positiva que hizo la prensa de su jugada bipartidista, y es posible que quiera más.
Las especulaciones sobre la posibilidad de un “nuevo Trump” llegaron a su apogeo a principios de septiembre, tras un acuerdo inesperado entre el presidente y los líderes demócratas en el Congreso’.