Día de Muertos
Uno de mis primeros artículos en esta columna, versaba sobre la emoción que me produjo la celebración del Día de Muertos en México. La intensidad de la celebración mexicana va más allá de la memoria. Es una fiesta donde vivos y muertos se comunican: comen, beben y se ríen de la vida. Es un extraño momento donde vida y muerte, considerados generalmente opuestos si se piensa la existencia linealmente y no como círculo, se identifican. Lo hizo en sus dibujos José Guadalupe Posada. Lo expuso magistralmente Octavio Paz en El Laberinto de la soledad, aunque para afirmar la soledad de los mexicanos. Y con ese mismo espíritu de vida-muerte, José Gorostiza compuso uno de los grandes poemas de la literatu- ra mexicana del siglo XX, Muerte sin fin.
En los años en que Paz publicó su libro y antes Gorostiza su poema, la influencia del primer Heidegger se expandía en México y en América Latina. José Gaos se ocupaba, entre otras tareas de pensamiento, de difundir a los filósofos europeos vigentes en esa época, especialmente Alemania. Estaba en preparación su traducción de El ser y el tiempo, para Fondo de Cultura Económica. La visión del hombre como “serpara-la-muerte” devolvía a esta última su carácter configurador de la vida y mostraba que la existencia no podía entenderse como una línea en el tiempo.
Para una educación formada en los textos clásicos de Agustín o de Ignacio de Loyola, la muerte tiene un
En México es una fiesta donde vivos y muertos se comunican: comen, beben y se ríen de la vida’.