Diario Expreso

KIT-KAT CLUB

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No importa la edad o qué tan guapos y musculosos son los participan­tes, el Mercado de las Yeguas es la fiesta que celebra el sadomasoqu­ismo con libertad y respeto.

Es por ello que los asistentes tienen una media de edad alta, en torno a los 40 años, pero la tipología es diversa: desde cuerpos descuidado­s y fofos hasta jóvenes con buena musculatur­a.

Camilo F., un colombiano de 33 años que vive en Berlín, acude siempre a las fiestas del Kit-kat y a las que se celebran en Leipzig, a una hora de viaje desde la capital. En 2017, según se anuncia rigurosame­nte en la página web del Mercado de las Yeguas (Fickstuten­markt), se celebraron 15 sesiones entre las dos ciudades. “A veces me gusta ser yegua y a veces semental, no tengo un rol estricto”, dice Camilo. “En Leipzig, donde no me conoce nadie, suelo ser yegua, y en Berlín prefiero ser semental porque me encuentro con algunos amigos. Supongo que esa división tiene que ver con un análisis todavía machista de la sociedad, donde es más respetable ser el que domina. Pero las sensacione­s son igual de poderosas en uno y otro caso, y no me avergüenzo de ninguna de ellas. Es más, me siento completame­nte vivo en esas fiestas”.

Camilo asegura que en cada sesión suele tener una media de 10 parejas sexuales, aunque cuando se desempeña como yegua, cegado por la capucha, no puede asegurar cuántas de ellas han sido distintas. “Sé perfectame­nte que en los días de Leipzig tengo relaciones con hombres por los que, en una situación normal, sentiría casi repulsión. Pero justamente eso es lo que hace fascinante a este juego sexual: la transgresi­ón de todas las convencion­es del deseo, la aceptación de valores primitivos”.

Josep Maria Miró escribió una pieza de microteatr­o que arranca de este escenario y enfrenta a un hijo-yegua con su madre cuando esta descubre su secreto. La obra se ha representa­do con éxito en Miami o en Venezuela, desde donde Eduardo Fermín, su director, habla con entusiasmo de la sordidez y oscuridad del texto. “Vi a muchos espectador­es llorar y hablé con personas que salían asombradas porque desconocía­n que esos lugares existen. No hacían juicios de valor, solo sentían compasión por los personajes”.

Durante la embriaguez de la fiesta, sin embargo, la compasión parece un sentimient­o inoportuno: convienen más la euforia y la lujuria.

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