Diario Expreso

Los Rufino, dos veces muertos

La familia que se enclaustró tras el asesinato de una hija ❚ El clan se extinguió un siglo después

- JUAN DIEGO QUESADA ■ EL PAÍS / ESPECIAL PARA EXPRESO JOSÉ ANTONIO LÓPEZ MESA residente de Pedro Martínez

La adolescent­e, su asesino y el juez que lo mandó a la horca hace mucho que están muertos. Las ferias de ganado de principios del siglo XX han desapareci­do y tampoco suena ya la música de los bailes populares que animaron una España en blanco y negro. El mundo en el que esto sucedió no existe, se lo ha tragado el tiempo, pero Antoñito, el último testigo del sufrimient­o hasta la locura de la familia de la víctima, acude una vez al año a adecentar sus tumbas en el cementerio.

Los Rufino era una familia adinerada de Pedro Martínez, un pequeño pueblo de agricultor­es del interior de Granada. Tenían ganado, tierras y una tienda de ultramarin­os que regentaba la madre. La hija mayor, María Francisca, era su ojito derecho. Tocaba el acordeón y vestía bonitos trajes bordados. Su asesinato en 1904, a manos de un joven albañil que intentó violarla, sumió en la oscuridad a sus padres y cinco hermanos. Vestidos de negro se encerraron para siempre en casa y cortaron casi todos los lazos con el mundo exterior.

Enclaustra­dos, sin televisor, fueron ajenos a dos golpes de Estado, una guerra civil, la represión de la dictadura, la muerte del caudillo, la llegada de la democracia y el fracaso rotundo de España en el único mundial de fútbol que ha organizado. Ignoraron el tiempo en el que les tocó vivir. El reloj de sus vidas se había parado en el instante en el que María Francisca había muerto desangrada, a los 16 años de edad, en un sofá de madera tallado con motivos florales.

Ese mueble de época, restaurado, preside hoy el salón de la vivienda de Antoñito, el hombre que se ocupó de los dos últimos miembros de la familia hasta que el último de ellos murió a finales de los 80. Al poco tiempo de morir José, una hermana llamada Pepica le pidió a través de la ventana a Antoñito (José Antonio López Mesa según el DNI) que las ayudara. Solo quedaba ella y Casilda, una beata huidiza que pasaba la vida bordando y leyendo folletos parroquial­es.

El asesinato fue el punto de quiebre de sus vidas. “Perdieron la fe en la humanidad”, dice Antoñito. Este soltero preocupado por preservar las tradicione­s de un entorno rural sin empleo y cada vez más deshabitad­o, fue durante cuatro décadas secretario del Ayuntamien­to y fuma tabaco negro con elegancia.

Él se ocupó de comprarles comida y partir leña para que no pasaran frío. La casa estaba en mal estado y dentro convivían con un mulo, una oveja y una cabrilla ciega (“parece que la estoy viendo”, recuerda). Los hijos de los Rufino apenas se relacionar­on con nadie y por supuesto ni se casaron ni tuvieron descendenc­ia. Las pertenenci­as de valor se las habían robado los milicianos durante la guerra civil, sin que ellos opusieran ninguna resistenci­a, y el ganado y las tierras se las habían quedado los trabajador­es a su cargo que vieron cómo se desentendí­an de todo.

En su día, los detalles del crimen se publicaron en el Noticiero Granadino, un periódico de la época. La informació­n es cierta en su esencia, aunque imprecisa en los detalles, como recoge en algunos de sus libros Juan Rodríguez Titos, un historiado­r local. El asesino en realidad utilizó para matarla no un cuchillo, sino un estilete que clavó dos veces, según el acta de defunción.

Un escritor del lugar, Francisco del Valle Sánchez, prepara una serie de relatos en la que incluye el caso de los Rufino.

Quien que se adentre en la mitología de Pedro Martínez deberá estirar los límites de lo humano. El pueblo cambió en los sesenta la ubicación de su cementerio. Los que trasladaro­n el ataúd de la joven asesinada dijeron haber encontrado el cuerpo intacto, vestido de blanco, tal y como lo habían enterrado medio siglo antes. Cuando transporta­ban el cadáver, un golpe de viento lo desintegró y sus cenizas se esparciero­n por el monte. Los vecinos le dan fe testamenta­ria a los que lo contaron.

En el pueblo, casi nadie sabe que en esa cripta sin inscripció­n, con dos clavos sobre el cemento, uno por cada puñalada que recibió María Francisca, es la sepultura de la familia en el cementerio. Cada año, Antoñito arranca las malas hierbas, pinta de negro la verja, de blanco el sepulcro. Tiene 72 años y dice que, antes de que su tiempo también se acabe, quiere colocar una placa que diga: “Aquí yacen Los Rufino, dos veces muertos”.

EL DETALLE Tumba. Los Rufino yacen en una cripta sin inscripció­n en Pedro Martínez, Granada, un lugar tan anónimo y discreto como fue su paso por la vida. LA FRASE Vivieron ese trauma y culparon al mundo. Perdieron la fe en la humanidad.

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Memoria. María Francisca (arriba a la derecha) y sus tres hermanos.

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