Una clínica que aplica ‘cirugías’ a juguetes dañados
Este sitio, que nació en Quito, está también en una esquina del sur porteño
Lucen viejos, grises y destartalados. Son seres inanimados que guardan una vida, sueños, ilusiones, la infancia de alguien. Son juguetes que esperan una segunda oportunidad, que alguien los repare para regresar a su dueño. O al menos eso se espera. Aguardan en la Clínica del Juguete, un taller que nació en Quito hace 20 años y que también está disponible en Guayaquil, en una esquina del sur de la ciudad. Su propietaria y la ‘cirujana’ de esta inusual clínica, Shirley Ordóñez Viteri, inició esta empresa con 16 años de edad. Al principio como un experimento, desbaratando juguetes que dejaron de funcionar, buscando entre sus piezas los duendecillos que, convencida, pensaba que le daban los sonidos y movimientos; para al final encontrarse con cables y circuitos.
Cuando se percató de que un sistema electrónico era lo que generaba el funcionamiento de sus juguetes y que se podían reparar, supo que esto era a lo que quería dedicarse.
Su primera compostura para una clienta fue un reloj. “En vez de ser el típico reloj cucú del cual salía un pajarito, en este salía una vaquita y mugía. Ese fue mi primer arreglo”, rememora.
Con el tiempo, la joven estudió robótica y se dedicó de lleno al trabajo de recuperar juguetes en mal estado, desde los mecánicos, hasta los eléctricomecánicos y electrónicos.
En su taller, hay decenas de cacharros que esperan por la reparación, desde carritos a los que les fallan los circuitos, hasta artefactos a los que el ‘sudor’ de las pilas viejas estropeó la tarjeta electrónica. Pero esos son juguetes actuales. También restaura artículos que datan de hace 40 o 50 años, que para las personas tienen un valor sentimental, como la colección de camiones Tonka, dos de hojalata y uno de plástico, que le pertenecen a un bombero ya jubilado.
“Ese tipo de trabajo demora más porque debemos esperar las piezas e incluso nos toca elaborar las que no encontramos. Esa labor es más costosa y los dueños la asumen porque ya no es solo un juguete sino que tiene un valor sentimental”, dice Ordóñez.