Volver a los orígenes
Tenemos 20 años sumidos en esta ridícula vorágine ocasionada por no saber cómo nombrar a las autoridades. Y andamos de tumbo en tumbo, craneando nuevas formas de designación, cuando este es un problema resuelto hace fuu en todo el planeta. Menos aquí. Y resulta que ahora no es el pueblo el que nombra a las autoridades a través del presidente y los diputados por los que votó. Claro, el grupo de liliputienses mentales de Montecristi ideó esta farsa para vendernos la idea de la “despolitización” de los actos de gobierno. Pero en el sistema presidencial hay una sola forma de nombrar las autoridades: el presidente nomina y el Congreso controla el nombramiento. (Guilhou, Dardo Pérez. Atribuciones del Congreso argentino. Ediciones Depalma, 1986). Y así ha sido siempre aquí, desde 1835. Pero, ¿por qué? Bueno, así como no tiene sentido hablar de la teoría de la relatividad sin mencionar a Einstein, carece de lógica tener un sistema presidencial que destruye lo que diseñaron los gringos. Por eso los argentinos y los demás países lo copiaron idéntico. -Ah, pero es que… el imperio. Y los argentinos perdieron el mundial. -Serás bruto, ve. Hay razones de fondo para que sea así: la designación de autoridades es la máxima expresión del equilibrio de poderes en ese juego compartido de Ejecutivo y Legislativo elegidos por los votantes. Sonia Sotomayor -latina, gordita y patuchaahora miembro de la Supreme Court, fue elegida así. La sentaron tres días en el Congreso y ante las cámaras de televisión (ahí es donde se ve al que sabe) demostró su sapiencia y fue elegida con los votos de la bancada de oposición. Sin ir más lejos, la actual vicepresidente del Ecuador también. Y no se rompió el velo del templo ni nadie se rasgó las vestiduras. Claro, aquí el control del Congreso era más o menos así: “estás encabezando la terna para presidir la Corte Suprema. Tienes mi voto. Pero no te olvides que tengo un juicio grande ahí… ¿ayudarás, no?”. Entonces, lo malo no está en que la designación sea un “acto político” sino en la sinvergüencería de algunos “políticos”. Hay que volver a los orígenes.