El templo doméstico
Desde finales del siglo XIX se exponía lo que se consideraba debía ser una familia y los roles que tanto los hombres y las mujeres jugaban dentro de ella como una asignación “natural” y “divina”. En la familia decimonónica la autoridad indiscutible la ejercía el padre, cuyo espacio era el “extradoméstico, el mundo de la política, los negocios y el trabajo”.
La mujer recibía el encargo de ser esposa, hija y madre, y de formar sus hijos como buenos patriotas. La mujer era el “ama de casa”, a quien le correspondía la esfera doméstica, el lugar “donde ella debía desplegar todas sus virtudes como cristiana y sus conocimientos sobre una administración del hogar, el cual debía ser manejado con austeridad, sencillez, orden y aseo”, además de la crianza y cuidado de los hijos, ya que se consideraba que el niño “era aquel ser al cual la madre moldeaba y preparaba para lo bueno, lo bello y lo verdadero”.
El padre era el jefe del hogar, por lo que le correspondía emprender “lo verdadero, la realidad de las cosas”, al ser “el representante de la creación, el autor de la raza en quien se personifica la autoridad de la comunidad doméstica, la más alta de todas las autoridades humanas, por su legitimidad y su destino”. Por otro lado, a la madre le correspondía el transmitir “en las costumbres de la familia, la delicadeza y distinción de sentimientos que establece el respeto y las consideraciones recíprocas” (La Verdad, 1896).
En esa misma línea de pensamiento, el Manual de urbanidad y buenas maneras de Manuel Antonio Carreño establecía que el hombre tenía asignado el rol de
Desde finales del siglo XIX se exponía lo que se consideraba debía ser una familia y los roles que tanto los hombres y las mujeres jugaban dentro de ella’.
ser “siempre atento, afable y condescendiente con la compañera de su suerte, con aquella que abandonando las delicias y contemplaciones del hogar paterno, le ha entregado su corazón y le ha consagrado su existencia entera”.
De su lado, la mujer “respira en todos sus actos aquella dulzura, aquella prudencia, aquella exquisita sensibilidad de que la naturaleza ha dotado a su sexo”. Claros lineamientos para el desarrollo de “buenos ciudadanos”, católicos y “civilizados”, dentro del “templo doméstico”.