Agonizando por Afganistán
Después de más de 17 años llegó la hora de aceptar dos verdades importantes respecto de la guerra en Afganistán: primero, que no habrá ninguna victoria militar del gobierno y de sus socios norteamericanos y de la OTAN. Las fuerzas afganas son mejores de lo que eran, pero no lo suficientemente buenas, y es poco probable que alguna vez sean capaces de derrotar a los talibanes: carecen de la unidad y muchas veces del profesionalismo para imponerse, y los talibanes están altamente motivados y gozan de un respaldo considerable en el país y de parte de Pakistán, que ofrece apoyo y refugio cruciales. La otra verdad es que resulta improbable que las negociaciones de paz funcionen. La diplomacia está muy alejada de los hechos y las tendencias en el terreno. El gobierno controla el territorio donde viven aproximadamente dos tercios de la población. Pero los talibanes y hasta grupos más radicales, incluso aquellos asociados con Al-qaeda y Estado Islámico, controlan o disputan casi la mitad del territorio y han demostrado en repetidas oportunidades una capacidad para atacar blancos militares y civiles por igual en cualquier parte dentro del país, incluyendo la capital, Kabul. Sin embargo, lo que realmente debilita las perspectivas diplomáticas es que los talibanes no ven muchas razones para llegar a un acuerdo. Es solo una cuestión de tiempo, parecen creer, para que EE. UU. se canse de tener tropas estacionadas en un país muy lejano y gaste alrededor de 45.000 millones de dólares al año en una guerra que no se puede ganar. Tal vez estén en lo cierto. Luego de la decisión del presidente Donald Trump de retirar todas las tropas estadounidenses de Siria, no sorprende que los talibanes y otros insurgentes lleguen a conclusión de que es solamente cuestión de cuándo las restantes 7.000 tropas estadounidenses (y otros 8.000 soldados de la OTAN) se van a retirar, no de si lo harán o no. Un retiro total de tropas es una posibilidad real, dado el escepticismo que Trump viene manifestando desde hace mucho tiempo por el valor del esfuerzo estadounidense. Pero las percepciones importan, y el solo retiro llevaría a muchos aliados – no solo en la región, sino también en Asia y Europa- a preguntarse si podrían ser el próximo socio norteamericano en ser abandonado. La política de EE. UU. en Afganistán debería evitar los riesgos de una salida rápida e incondicional, pero que minimice los costos de quedarse. Lograrlo exigiría recortar ambiciones estratégicas. Si bien EE. UU. y sus socios europeos no pueden pretender ganar la guerra o negociar una paz duradera, debería ser posible mantener vivo al gobierno y seguir adelante con la lucha contra los terroristas. Esto probablemente requeriría mantener unos miles de tropas desplegadas, seguir ofreciendo inteligencia, armas y entrenamiento a las fuerzas afganas y, en situaciones especiales, una disposición y una capacidad para intervenir de manera restringida pero directa. También ayudaría si EE. UU. reorientara e incrementara su compromiso diplomático. Los esfuerzos actuales se centran en negociar un acuerdo interno con los talibanes. Una estrategia más fructífera podría ser convocar a seis vecinos inmediatos de Afganistán (que incluyan a China, Irán y Pakistán) y otros actores, entre ellos Rusia, India y la UE. Ninguno tiene interés en que Afganistán se convierta en una guarida para el terrorismo y la producción de drogas. Esta no es una estrategia para ganar, sino para no perder. Puede no ser lo suficientemente ambiciosa, pero, en Afganistán, hasta los objetivos aparentemente modestos tienen cómo volverse aspiracionales.
Es solo una cuestión de tiempo, parecen creer, para que Estados Unidos se canse de tener tropas estacionadas en un país muy lejano y gaste alrededor de $ 45.000 millones al año en una guerra que no se puede ganar’.