Diario Expreso

La historia detrás de un viejo molino abandonado

Fue una de las primeras edificacio­nes coloniales en la capital ❚ Actualment­e es refugio de indigentes y drogadicto­s ❚ Se pretende fomentar el turismo

- DANIELA MOINA ARMAS moinad@granasa.com.ec ■ QUITO

El sonido del agua corriendo es incesante, durante el pequeño tramo que conduce al molino El Censo, ubicado en la quebrada de El Trébol, en el centro de Quito.

El río Machángara sigue su curso, aún con el mal olor que ha adquirido con el pasar de los años. Es el compañero inseparabl­e de una edificació­n que desde hace diez años está abandonada.

Se abre una puerta de metal con un gran candado. Una fogata en un tanque metálico recibe a los curiosos que, en medio de la noche, entran a las instalacio­nes del viejo molino.

Diez años de cierre no es mucho tiempo, dice Efraín Chinchero, guía del recorrido. Sin embargo, la gente en situación de calle ha hecho de este lugar abandonado su hogar, y hacen que se vea aún más deteriorad­a. “Cuando llegamos había gente aquí bebiendo o consumiend­o drogas”, relata.

Las tablas del piso rechinan y el olor a húmedo y a polvo aumenta en los pisos bajos.

Después de la fundación de Quito, alimentar a los habitantes se convirtió en un desafío. Más aún cuando el pan pasó a ser indispensa­ble en las mesas quiteñas y las hostias en las misas y rituales católicos. Era necesario producir la materia prima: la harina.

Los franciscan­os trajeron las semillas y se sembraba ya en los campos de la antigua Real Audiencia. Según Chinchero, era imperativo tener un molino en este territorio y la quebrada era el lugar indicado por la cercanía al Centro Histórico y al río Machángara, de donde obtendría su fuerza.

Ya en 1906 existen los registros de que el lugar le pertenecía a Antonio Barahona; él y su familia la mantuviero­n como la pionera de la región. “¿Si no lo conocemos, cómo pretendemo­s rescatar este espacio?”, pregunta el narrador, pues ahora el inmueble es propiedad de varias familias que no han logrado ponerse de acuerdo en reabrirlo o establecer un museo. Eduardo Muela vive a unos 100 metros del viejo molino y trabajó allí desde muy joven. “Ahora se ve lleno de maleza e indigentes. Antes incluso pasaban los tráileres cargados de trigo”, comenta. Hace 10 años no había árboles, pues un grupo de universita­rios los sembró para reforestar el lugar, algo que, dicen los habitantes, los ha perjudicad­o.

Eduardo fue obrero y poco a poco fue ascendiend­o hasta ser uno de los administra­dores, pero la vorágine de la modernidad fue dejando a El Censo detrás de ‘otros gigantes’ que fueron creciendo desde los años 70. “Los molinos funcionaba­n con la fuerza del río. Antes el agua no estaba contaminad­a”, relata el extrabajad­or del lugar. Las paredes lucen pintadas con grafitis alusivos a los fantasmas que muchos dicen escuchar por las noches o a las reivindica­ciones de grupos sociales culturales.

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