¿Entonces nos salva Churchill?
Por supuesto que se pueden encontrar motivos para celebrar. Por supuesto que no ha habido, en estos 40 años, dictadores en Carondelet, vestidos con charreteras de general. Pero el gobierno de Rafael Correa demuestra que la democracia no solo es extremadamente patoja en el país sino que el electorado, en su mayoría, no la aquilata. Ni la necesita ni la valora. La prueba: durante una década Correa se esforzó en concentrar poderes, usar la justicia a su favor, reducir los márgenes de libertad a los ciudadanos, perseguirlos y negar su participación en las decisiones políticas. Y eso fue admitido.
No hay acuerdo, entonces, sobre lo que supone ser la democracia: un sistema de gobierno que reconoce las diferencias, defiende la igualdad de derechos, gestiona la cohabitación pacífica entre diferentes y la búsqueda de pactos mínimos. La pluralidad, la tolerancia y la participación se asocian a la práctica democrática que debe traducirse en paz y progreso para todos los ciudadanos.
La democracia se evalúa con respecto a sus propias tareas. Y a las de aquellos que deben ejecutarlas. En ese plano, la sociedad política nada tiene que celebrar. No se puede hablar de una institucionalidad democrática si el hiperpresidencialismo que dio paso al autoritarismo de Correa sigue vigente. No hay un sistema de partidos enraizado en el electorado. Ni tampoco un sistema electoral respetado por los actores políticos y los ciudadanos en general. El sistema político inspira montañas de desconfianza.
Algunos de esos políticos pueden decir ahora, parafraseando a
Winston Churchill, que “la democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre. Con excepción de todos los demás”. El símil es inapropiado. Churchill hablaba de los límites del sistema democrático. En Ecuador no se trata de límites: se trata de falta de visión y voluntad políticas. Los límites no hay que buscarlos en las circunstancias sino en los actores que han diseñado un quehacer basado en la fragmentación al infinito y un canibalismo político incomparable. La existencia de casi 300 partidos y movimientos políticos, en un país de 16 millones de habitantes, habla de una sociedad sin ganas de llegar a acuerdos, negociar un plan mínimo de desarrollo o un pacto por la educación. La sociedad política es experta en rehuir acuerdos, malgastar las bonanzas petroleras y usar la administración y los recursos como si fueran suyos.
Churchill no puede socorrer a este tipo de políticos. No es la democracia la que falla: ellos nunca se han propuesto construir un país y ubicarlo en el mapa mundial. Nunca se han propuesto trascender por fuera de juegos minúsculos y cálculos de sobrevivencia. La política no ha jugado su papel de vanguardia y ahora, tras modelar una sociedad dispersa y sin rumbo, hace sondeos para saber qué quiere y darle gusto…
La frase de Churchill no puede servir de coartada a los políticos. Tampoco a la academia, a las mal llamadas élites, al periodismo. La verdad es que hay un país que no sabe de qué habla cuando habla de democracia. Porque es imposible hacerlo con cinco millones de personas sin un empleo adecuado. Con casi 10 % de la población en la pobreza extrema. O con decenas de miles de diplomas universitarios cuyo valor competitivo es muy bajo.
En ese país no se habla de valores democráticos conectándolos con los índices de desarrollo, de conocimiento, de futuro. Se habla de los 40 años de democracia repitiendo lugares comunes. O parapetándose tras la frase de Churchill para hacer creer que se ha hecho la tarea. No, no se ha hecho.
No es la democracia la que falla: ellos nunca se han propuesto construir un país y ubicarlo en el mapa mundial. Nunca se han propuesto trascender por fuera de juegos minúsculos y cálculos de sobrevivencia’.