Cuando los mercados chocan con la movilidad
Se supone que la gasolina es combustible. ¿Pero por qué se ha vuelto políticamente explosiva, como sugieren las protestas masivas en Ecuador y Chile? Mientras que el caso ecuatoriano tuvo que ver con un incremento significativo del precio de la gasolina, lo que disparó la revuelta en Chile fue un aumento programado de apenas 3 % de las tarifas del metro de Santiago. Las protestas, si no la violencia y la destrucción que las acompañaron, han tenido un respaldo público significativo. Los subsidios son ineficientes porque conducen a beneficios en el consumo que valen menos de lo que le cuesta a la sociedad ofrecerlos. Son nocivos desde un punto de vista ambiental: el consumo de gasolina genera calentamiento global, contaminación local, congestión y degradación de las vías. Y son profundamente injustos, porque los ricos consumen más gasolina que los pobres: obtienen una tajada mayor del subsidio. Pero el argumento económico contra los subsidios ignora otras dimensiones del problema que ayudan a entender la oposición pública a una intervención en los costos del transporte. Los ricos eligen dónde vivir en parte teniendo en cuenta los tiempos de traslado, lo que hace subir los precios inmobiliarios en lugares bien conectados y empuja a los pobres a zonas periféricas. También conducen autos grandes y así ocupan más espacio en las calles. Para ellos, el costo del transporte no es existencial. Los pobres, relegados a lugares no tan bien conectados, enfrentan tiempos de traslado más largos y deben asignar un porcentaje mayor de sus magros presupuestos al transporte. Si la infraestructura de movilidad es horrible, viajar al centro de la ciudad para obtener mejores oportunidades laborales puede ser tan costoso que la gente se queda atrapada en actividades informales menos productivas más cerca de sus vecindarios de bajos ingresos. Esto constituye una trampa de pobreza: como uno es pobre, no puede llegar adonde están los buenos empleos, lo que significa que uno seguirá siendo pobre. Utilizar precios de mercado para equilibrar la oferta y demanda de transporte excluiría sistemáticamente a los pobres de los beneficios de la vida urbana; necesitamos principios distintos a los de las leyes de mercado para administrar el transporte. Como el grueso de los costos del transporte son fijos, pues se incurre en ellos en el momento de la construcción, las ciudades tienen muchos grados de libertad para decidir quién paga por ellos y cuándo. ¿Qué porcentaje de la asignación del espacio urbano debería dejarse en manos de los mercados, donde cada dólar vale lo mismo, y cuánto dedicarse a un mecanismo que trate a todos los ciudadanos por igual? Como señaló Michael Sandel de Harvard: “Cuantas más cosas puede comprar el dinero, más difícil es ser pobre”. Si el acceso a barrios seguros, buenos empleos y espacios públicos está limitado por la falta de dinero, los pobres tenderán a considerar injusta la asignación que resulte del mercado. Nada de esto justifica los subsidios a la gasolina. Todo lo contrario: estos recursos deberían utilizarse de manera mucho más eficiente y justa en garantizar que todos tengamos acceso a oportunidades y placeres de la vida social. La gente espera, y los gobiernos deberían brindar, políticas que mejoren la calidad del espacio público compartido y la eficiencia y disponibilidad de los medios para recorrerlo.
El argumento económico contra los subsidios a la gasolina parece sólido. Los subsidios son ineficientes porque conducen a beneficios en el consumo que valen menos de lo que le cuesta a la sociedad ofrecerlos’.