FUERON A CORONAR AL REY Y ESTE MURIÓ
Independiente del Valle, con toque cadencioso pero firme, sin anuncio. De líneas cercanas y con mucho apoyo para el que recibía. Era solo Torres delante del balón. Pelota al espacio para generar desnivel individual. Fútbol confiable, cuando aparecían los imprevistos.
Los laterales quitaban, interceptaban, cubrían y salían jugando. Los centrales calibraban sus cierres defensivos. Franco de ocho, rotundo e indiscutible. Pellerano marcó el pulso en el equipo. Mediocentro con alma de diez. Su pase rompía líneas. La pelota iba al destino correcto, a una velocidad que la marca no podía contrarrestar.
Y es que Pellerano fue Picasso. Ejecutó un tiro libre justo para la cabeza de Fernando León (24’), que estaba al acecho picando al vacío. Remate fulmíneo: 1-0.
De las tribunas vestidas de Colón bajó un silencio de santuario; terrible y amargo. Nadie imaginó que al negriazul le llegaba su hora cumbre.
Todo tenía un aire de misterio de leyenda. Hasta llovió con ganas.
El partido se detuvo (30’), pero Independiente estaba para ganarle a la adversidad y a la historia, de ahí que pasó la tormenta y volvieron los relámpagos de creatividad de los ecuatorianos.
Jhon Sánchez, jugador con imán. Lo buscaron sus compañeros y los ojos de los rivales. Simplificó la maniobra cuando había que ganar metros. Segovia la inició, Mera tocó y Sánchez inventó un freno seco seguido de contrapique y tiro alucinante (41’). Puso el grito de gol alargado, trémulo, dramático (2-0).
Pinos voló hacia la eternidad tapando un penal a Rodríguez (54’). Falta sobre Morelo que no existió. Olivera, de tijera, dejó danzando la pelota asustada en la red ecuatoriana (87’). Sin carrera dilatada. Con una trayectoria de pie que apenas recorrió menos de un metro, Dájome remató para gol (3-1). Se escuchó la aclamación de sus compañeros, también el susurro triste de 36.000 aficionados argentinos (95’). Nada quedaba de ese aliento vibrante y demoledor que erizaba la piel.
Independiente del Valle, campeón de la Copa Sudamericana. Gigante por naturaleza. Porque no hay grito más fuerte que el de los pueblos callados.