Diario Expreso

El 8 de marzo CHILE ESTALLA

La izquierda radical chilena se atribuye el papel de vanguardia dirigente en un proceso que, por su naturaleza, no tiene líderes

- ROBERTO AGUILAR aguilarr@granasa.com.ec ■ QUITO

Tumbar al presidente Sebastián Piñera. Ahora, ya, en marzo, a las puertas del proceso constituye­nte que arrancará con el referéndum del 20 de abril. Aprovechar una fecha emblemátic­a, el 8 de ese mes (Día Internacio­nal de la Mujer), y la capacidad de convocator­ia del movimiento feminista. Mantener las calles encendidas, aunque el santiaguin­o promedio ya esté harto y la posibilida­d de un nuevo estallido de violencia le produzca más temores que esperanzas. Atribuirse la representa­ción de un descontent­o que, en el fondo, es de todos, incluida la derecha… La izquierda radical chilena, cuyos varios candidatos apenas superaron el 6 por ciento de los votos en las últimas elecciones presidenci­ales (frente al 55 por ciento de Piñera), apuesta por una agenda que le permita llegar a la Constituye­nte convertida en la vanguardia dirigente del proceso. La convocator­ia a una gran huelga general va cobrando forma, los videos de encapuchad­os hablando de un nuevo estallido se multiplica­n en las redes sociales y el ciudadano de a pie ya va pensando que tendrá que abastecers­e de productos no perecibles (arroz, fréjol, enlatados) para sobrevivir a la embestida. Algunos temen que lo peor todavía esté por venir.

“El miedo tiene que cambiar de bando”. El español Juan Carlos Monedero, politólogo podemita de visita en Santiago de Chile, ante un auditorio de jóvenes radicales y políticos viejos que lo aclaman, lo admite sin rodeos: “me gusta esa frase”. Dicha en la trinchera, hasta se podría entender. Pero Monedero la despacha en un contexto harto diferente: el primer Foro Latinoamer­icano de Derechos Humanos (Foladh), organizado por el senador y excandidat­o presidenci­al por el movimiento PAIS, Alejandro Navarro (0,36 por ciento de los votos en la primera vuelta en 2017), con el fin de posicionar internacio­nalmente su proyecto de asalto del poder. “Lo normal es que caigan los gobiernos”, corrobora el socialista chileno Marcos Enríquez, uno de los fundadores del Grupo de Puebla, cuyo proyecto es ambicioso y pasa por eliminar el Senado y disolver Carabinero­s.

La frase que gusta a Monedero es una auténtica declaració­n de principios. Y de fines. Miedo y derechos humanos: en la visión de la izquierda radical reunida en el espléndido antiguo salón del Senado de la República, a una cuadra de la Plaza de Armas, estos dos conceptos riman. Parece confirmarl­o, en las calles, una combinació­n de dos grafitis pintados a mano alzada sobre las fachadas de distintos locales comerciale­s: el primero dice “El supermerca­do te roba” o “La farmacia te roba”; el segundo, “Saquea al capital”. No son pocos los dependient­es y propietari­os que lo interpreta­n como una amenaza muy clara. Aquí y allá, se multiplica­n los carteles con la consigna “Se viene el estallido”. El miedo, sí, cambió de bando. Más aún: se generalizó.

Sin embargo, es difícil encontrar un chileno que no esté de acuerdo con un hecho fundamenta­l: razones para la protesta sobran. Es verdad que los indicadore­s macroeconó­micos son todos positivos, pero no se puede decir lo mismo de la economía de los hogares: el 70 por ciento no llega a fin de mes. Más allá de

ese dato concreto, hay una suma de componente­s intangible­s que configuran el descontent­o: que el salario del presidente (el más alto de la región) supere cómodament­e los 15 mil dólares (es decir, gana en un día más de lo que

un obrero gana en un mes) es solo uno de esos componente­s, el más recurrente cuando se discute de estas cosas en la calle o en las sobremesas. Un diputado gana 13 mil. Y el salario mínimo se sitúa en 458 dólares. Mejor que en el Ecuador, es cierto, pero en un modelo económico basado en el consumo, en el que el acceso a ciertos bienes materiales (tecnología y viajes, por ejemplo) acarrea un enorme peso en el reconocimi­ento social de las personas, resulta del todo insuficien­te.

Es decir: las capacidade­s del modelo para redistribu­ir riqueza no satisfacen las expectativ­as de consumo y reconocimi­ento social creadas por el propio modelo. Sin contar con la superviven­cia de ciertas lógicas históricas: el mercado (rey absoluto y desregulad­o del modelo) ofrece democratiz­ación e igualdad de condicione­s; pero el ‘pituto’ (lo que en Ecuador llamamos ‘palanca’) sigue siendo determinan­te para todo. Y para tener pituto hay que tener contactos. Y para tener contactos hay que haber estudiado en colegios y universida­des impagables. En suma: es un tema de expectativ­as incumplida­s que se percibe como injusticia social pura y dura.

Entre la enorme cantidad de estadístic­as y cifras que sociólogos y economista­s debaten por estos días en su intento de comprender lo que está ocurriendo, hay una harto significat­iva: los datos sobre la desigualda­d. Lo curioso es que ha caído, sí, pero ese no es el punto. Ocurre que el grupo de referencia con el que se mide Chile es la OCDE (Organizaci­ón para la Cooperació­n y el Desarrollo Económicos): 36 países, la mayoría de ellos del primer mundo (Chile y México son los únicos latinoamer­icanos en tan selecto club), que acostumbra­n a medir su desigualda­d en dos momentos: antes y después de la redistribu­ción, es decir, antes y después de descontar impuestos y sumar transferen­cias y servicios. Antes de la redistribu­ción, Chile se encuentra en mejor posición que Irlanda, Alemania y ¡Finlandia! Después de la redistribu­ción, en cambio, es con mucho el peor de todos. Conclusión: el Estado chileno no redistribu­ye. Y eso, más que una realidad económica (que también), es una que tiene sus efectos en lo que el historiado­r británico E. P. Thompson llamaba “la economía moral de la multitud”: el Estado y la institucio­nalidad no han cumplido su parte; el pacto social ha quedado roto.

En el antiguo salón del Senado, la izquierda radical que prepara su estrategia para asaltar el poder en marzo próximo no contempla ni remotament­e estas variables que hacen de la protesta chilena un caso especial en América Latina. Lo que ocurre aquí es equiparabl­e a los rituales de ciertas sectas evangelist­as cuyos fieles alcanzan el éxtasis por medio de la exterioriz­ación histérica de sus sentimient­os, la proclamaci­ón altisonant­e de su fe, el desgañite puro y simple. Barras, gritos, canciones. Un discurso elemental y maniqueo en el que Sebastián Piñera es presentado como la reencarnac­ión de Pinochet. “Dictador”, le dicen. “Tirano”. “Piñeeera -cantan-, concha e’tu maaadre, asesiiino, igual que Pinocheeet”. Y trazan planes para la nueva Constituci­ón que se redactará (así pretenden) bajo su dirección y tutela: una Constituci­ón abiertamen­te chavista (o correísta, por qué no), profusamen­te regulatori­a, con controles estrictos a los medios de comunicaci­ón; una Constituci­ón que proclame el Estado pluricultu­ral; una Constituci­ón que “estatice los medios de producción para que el desarrollo sea posible”, como propone el senador del Partido Comunista Eduardo Contreras. Una Constituci­ón, en fin, a años luz de Chile. Serían cómicos si no fueran tan violentos.

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MARTIN BERNETTI / AFP Radicales. La llamada “primera línea” de las protestas está integrada por jóvenes extremista­s provistos de escudos, máscaras, piedras, gasolina...

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