Diario Expreso

AFGANISTÁN: `niños adultos' a los 10 años

La miseria y la suspensión de la ayuda internacio­nal tras la llegada de los talibanes al poder estimulan el trabajo infantil y los matrimonio­s de las pequeñas

- ÁNGELES ESPINOSA EL PAÍS ■ ESPECIAL PARA EXPRESO

Afganistán es uno de los países más jóvenes del mundo. La mitad de sus 39 millones de habitantes es menor de 18 años y un tercio menor de 10. Sin embargo, Afganistán ‘no tiene niños’. Obligados a trabajar para subsistir (sobre todo los niños) o entregadas en matrimonio a cambio de una dote (las niñas), los afganos se convierten en adultos antes de su décimo cumpleaños. La interrupci­ón de la ayuda internacio­nal tras la llegada de los talibanes está agravando las penurias de la infancia.

No hace falta buscar mucho para encontrar menores trabajando en los mercados o en las calles afganas. En el popular parque de Taraqi de Herat, la tercera ciudad de Afganistán y el centro económico del oeste del país, un ejército de niños, la mayoría de los cuales no llegan a los 10 años, recoge latas, cartones, envases de plástico y otros materiales susceptibl­es de reciclaje.

Miran Jan, de ocho años y mirada huidiza, cuenta que les pagan 20 afganis (17 céntimos de euro) por kilo. Es el mayor de cinco hermanos y así ayuda a su padre, que recoge leña, pero no gana suficiente para mantenerlo­s a todos. Malihah, de siete años, señala que su progenitor no tiene trabajo. El de Samaah, también de siete, y su hermano Bezir Ahmad, de 12, es drogadicto. Hay muchos más.

Llegan temprano, entre las ocho y las nueve de la mañana, y se van cuando logran llenar una bolsa casi tan grande como algunos de ellos, normalment­e a primera hora de la tarde. Llevan su mercancía a un trapero y vuelven a casa. Todos dicen que entregan las ganancias a sus madres. ¿Y si un día no logran nada? ¿Les riñen? ¿Les pegan? Samaah responde que no. Otros callan.

Los mayores aseguran que van al colegio. Ahora está cerrado porque las vacaciones escolares en la mayoría de Afganistán son en invierno, en lugar de en verano. Pero todos preferiría­n estar en clases, incluso Malihah y Samaah que aún no han empezado, aunque manifiesta­n que lo harán el próximo curso. Otros limpian zapatos, como Shir Agha (11 años), venden frutos secos como Marwa, que ni siquiera sabe su edad, o recogen carbón como Rabehe (12), Halimeh (ocho) y Morteza (10) para quienes pueden permitirse el lujo de encender una estufa. El trabajo infantil no es una novedad en Afganistán. Según un informe de la ONU entre 2,1 millones y 2,6 millones de niños de seis a 14 años realizaban algún tipo de trabajo en 2018. Pero los educadores sociales que durante las últimas dos décadas lo han combatido constatan que se ha disparado a raíz de la suspensión de la ayuda internacio­nal.

Abdul Qayum Afghan, que hasta la llegada de los talibanes estuvo al frente de la dirección de Asuntos Sociales de la provincia de Herat, asegura que “tras el colapso del régimen la cifra ha aumentado tanto por el empobrecim­iento general de las familias como por la llegada de más desplazado­s internos de las provincias vecinas”. Al mismo tiempo, los proyectos de formación profesiona­l con los que las ONG intentan sacar a los chavales de la calle ven su continuida­d comprometi­da.

Tal es el caso del Centro Vocacional Ansari, gestionado por Help Germany. “El 80 % de nuestra financiaci­ón procede de Unicef”, explica su director de proyectos, Fridoom Hamidi, que teme que sin esos fondos los talleres que ofrecen a chicos (electricid­ad, mecánica, reparación de móviles o cocina) y chicas (costura, estética o artesanía) no puedan continuar a partir de enero. Además de formación, sus participan­tes reciben 3.500 afganis al mes, ayuda para transporte y el equipo básico para iniciar su propio negocio al final del curso.

Otro asistente social, cuya organizaci­ón no le autoriza a hablar con la prensa, alerta de que el trabajo infantil es solo una de las numerosas vulnerabil­idades que afrontan los niños afganos, entre quienes hay un elevado número de huérfanos, discapacit­ados y víctimas de todo tipo de abusos y violencia, incluida la explotació­n sexual. Al menos 6,5 de los casi 20 millones de menores afganos están en situación de riesgo.

A medida que la pobreza se está convirtien­do en miseria salen a la luz casos alarmantes de venta de niños. En un campamento de desplazado­s internos a las afueras de Qala-i-naw, Hanifa, de 40 años, coloca al pequeño Seifullah, de uno, en brazos de la fotógrafa, y Mahlagha, de 30, ofrece a la periodista a uno de sus siete hijos, Emanelddin, de cuatro. No está claro cuánto piden, o si más bien se trata de una llamada de auxilio ante su situación. “Lo que nos den”, señalan.

Están desesperad­as. “Tenemos hambre y no tenemos dinero para comprar comida”, explican en medio de toses y con el termómetro bajo cero. El único ingreso del centenar de familias que viven bajo precarias tiendas de campaña es lo que consiguen las mujeres pelando pistachos (50 afganis cada 8 kilos) y la temporada está acabando.

Estamos en una situación muy grave. Si la comunidad internacio­nal no presta atención va a ocurrir una tragedia. La gente tiene que comer y si no tiene un ingreso, ¿qué se supone que debe hacer?”

CHRISTOPHE GARNIER jefe de proyectos de Médicos Sin Fronteras

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pasado, cerca de Herat.
YALDA MOAIERY / EL PAÍS Duro. Morteza, de 10 años, recogía carbón en una fábrica de ladrillos, en diciembre pasado, cerca de Herat.

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