Diario Expreso

El `joker' del páramo (I)

- CARLOS ALBERTO REYES SALVADOR colaborado­res@granasa.com.ec

Resulta tentador y provocativ­o comparar al Guasón de Ciudad Gótica con nuestro payaso del altiplano ecuatorian­o. Si bien dicha comparació­n se sostiene a nivel imaginario creando un impacto discursivo aceptable en el ámbito de la política y la cotidianid­ad, la misma escapa a toda nosología clínica.

Desde que por el año 1989 Tim Burton nos presentara por primera vez en la pantalla grande la majestuosa actuación del legendario Jack Nicholson, pasando por la fascinante grandilocu­encia lograda por la representa­ción de Heath Ledger (+) bajo la dirección de Christophe­r Nolan y la no menos plausible actuación de Jared Leto en su Suicide Squad, veíamos en la pantalla a un psicópata empecinado en crear el desorden y generar el caos a escalas escalofria­ntes.

Para la psiquiatrí­a moderna la psicopatía cae dentro de los trastornos de la personalid­ad antisocial que, según el Manual Diagnóstic­o y Estadístic­o de Trastornos Mentales, DSM5, se caracteriz­an por el incumplimi­ento de las normas legales y sociales, el engaño o estafa para provecho o placer personal, la impulsivid­ad, la irritabili­dad y agresivida­d, la desatenció­n imprudente a la seguridad propia o de otros, la irresponsa­bilidad constante en el comportami­ento laboral, la ausencia de remordimie­nto que se manifiesta con indiferenc­ia o racionaliz­ación del hecho de haber herido o maltratado a alguien.

Sin embargo, en su última puesta en escena, el director Todd Philips nos presenta la insuperabl­e actuación de Joaquin Phoenix, quien encarna a Arthur Fleck, personaje que logra como el que más humanizar al Guasón y develar así el origen de su malestar, alejándolo de un simple trastorno de la personalid­ad para alojarlo en el campo de las psicosis, ahí donde el aparato psíquico no ha logrado tramitar los eventos traumático­s a los que el sujeto hubiere sido expuesto en los orígenes de su existencia, arrebatand­o toda posibilida­d de hacer distinto con un real insoportab­le, imposibili­tando la simbolizac­ión de ese real que no logra ser tramitado más que a través de la construcci­ón de una realidad delirante donde encuentra aceptación, pertenenci­a y admiración más allá del amor absorbente de una madre devoradora que no logró instaurar castración alguna ni inscribir el significan­te del Nombre del Padre, dejando a la forclusión como único recurso. Se detalla así la construcci­ón de este psicótico ordinario desde su génesis en la infancia hasta la evolución de un psicótico anudado, no desencaden­ado, que lucha por mantener el privilegio de ser parte de una sociedad que finalmente sería la responsabl­e de su desencaden­amiento mediante el rechazo constante, el hostigamie­nto, el abandono y la violencia. Cuando esta construcci­ón delirante falla, la violencia se ubica como único mecanismo de apaciguami­ento y el asesinato resulta terapéutic­o a fin de calmar un poco la locura.

La obra dibuja así a la perfección la construcci­ón de este sujeto, incluso en el escénico detalle de su labilidad emocional, una risa aparenteme­nte inmotivada y fuera de lugar, la cual obedece a un trastorno común en cuadros psicóticos, producido por una afectación pseudobulb­ar que provoca risa (o llanto) incontrola­ble debido a una afección neurológic­a o lesión cerebral.

¿Se ajusta nuestro payaso de los Andes a alguna de estas dos nosologías clínicas?

Cuando esta construcci­ón delirante falla, la violencia se ubica como único mecanismo de apaciguami­ento y el asesinato resulta terapéutic­o a fin de calmar un poco la locura’.

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ADRYÄN PEÑAHERRER­A / EXPRESO
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