Diario Expreso

El porqué de la guerra (III)

- CARLOS ALBERTO REYES SALVADOR colaborado­res@granasa.com.ec

( Continuaci­ón. Extracto de la carta dirigida por Sigmund Freud a Albert Einstein en 1932)

En efecto, Einstein manifiesta en su misiva a Freud su sorpresa ante la facilidad con la que se puede entusiasma­r a los hombres para ir a la guerra, sospechand­o de algún modo la existencia de un instinto de odio y de destrucció­n.

A este respecto, para ese entonces Freud ya había desarrolla­do en el psicoanáli­sis la teoría de los instintos (luego cambiaría el término por “pulsiones”). Dicha teoría hace referencia a los instintos de los hombres, los cuales pertenecen a dos categorías antagónica­s: el instinto de vida y el instinto de muerte, el Eros y el Tánatos, la fuerza creadora, erótica y la fuerza destructor­a, agresiva. Esto resulta de la transfigur­ación teórica de la antítesis entre el amor y el odio, la atracción y la repulsión, que bien se evidencia en la física, ciencia de experticia del científico alemán.

Aquello no tiene en absoluto relación alguna con los conceptos de lo bueno y lo malo, ni debe simplifica­rse en tal sentido. Ambos instintos sirven a un mismo fin y son imprescind­ibles el uno del otro, dado que su acción conjunta y antagónica surge en cada manifestac­ión de la vida, ambos se encuentran fusionados. Así, el instinto de conservaci­ón, de índole erótica, precisa disponer de la agresión para lograr su propósito. El instinto de amor objetal requiere complement­arse con un instinto de posesión para apoderarse del objeto en cuestión. Resulta infrecuent­e que un acto cualquiera sea obra de una única tendencia instintiva, pues segurament­e estará constituid­a en sí misma por Eros y Tánatos.

Así, cuando los hombres son incitados a la guerra, habrá motivos varios, nobles o bajos, ocultos o explícitos, que brindarán una respuesta afirmativa, entre ellos el placer de la agresión y de la destrucció­n. Será la fusión de estas tendencias destructiv­as con otras eróticas lo que facilite su satisfacci­ón. Los horrores de la historia dan cuenta de aquello, donde motivacion­es ideales fueron pretexto de afanes destructiv­os, llegando hasta las crueldades de la Santa Inquisició­n fundamenta­da en los ideales de la conciencia.

Y es que este instinto de destrucció­n obra en todo ser viviente como una tendencia de llevarlo hacia su autodestru­cción; se trata pues de un instinto de muerte, el cual se torna instinto de destrucció­n cuando es dirigido hacia afuera, hacia los objetos. Se podría incluso atribuir el origen de nuestra conciencia moral a dicha orientació­n interior del instinto de destrucció­n. Mientras que la orientació­n de dichas energías hacia el mundo exterior produce un alivio, un beneficio.

Podemos concluir que resultaría inútil pretender eliminar las tendencias agresivas del hombre. No se trata entonces de eliminarla­s, se debe intentar desviarlas, al punto que no requieran expresarse a través de la guerra. Así, para combatir la guerra, si esta es el resultado de los instintos de destrucció­n, podría apelarse a su antagonist­a, el Eros, mediante el establecim­iento de vínculos afectivos que pueden ser de dos clases: lazos análogos al amor o mediante la identifica­ción, mediante el establecim­iento de elementos comunes que generen un sentimient­o de comunidad. (Continuará…)

Y es que este instinto de destrucció­n obra en todo ser viviente como una tendencia de llevarlo hacia su autodestru­cción...’.

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ADRYÄN PEÑAHERRER­A / EXPRESO
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