CHIAPAS: UNA BALA en medio de los pulmones
Conflictos agrarios, disputas políticas y crimen organizado mantienen a la población indígena mexicana, atrapada en la violencia y la impunidad
La bala quedó casi justo en medio de los pulmones. Lo suficientemente cerca de la espina dorsal como para que los médicos no se atrevan todavía a sacarla, y lo suficientemente dentro del pulmón izquierdo como para dejar a Miguel postrado en la cama. Lo cuenta su hermano, Marcos, sujetando con la mano la radiografía donde se ve la mancha blanca del proyectil entre las sombras de las costillas. Sucedió hace un par de meses, cuando salían con la camioneta a trabajar recogiendo café. “Nos tiraron bastante bala. Tienen odio hacia nosotros”, recuerda Marcos, de 36 años, quien no quiere dar el apellido de su familia por miedo.
Marcos está sentado junto a su esposa en la entrada de su casa en Tabac, una comunidad tzotzil de apenas 200 habitantes en Los Altos, la zona serrana e indígena del centro de Chiapas. De las paredes de hormigón, levantadas por ellos mismos, cuelgan cuatro ristras de chiles secos y el techo de lámina tiene dos parches de plástico amarrados con clavos. Son para tapar más balas que cayeron estos meses sobre la casa.
Los disparos vienen del pueblo de un poco más arriba en el cerro, Santa Marta, que mantiene con los vecinos de abajo un conflicto que se pierde en el tiempo por 60 hectáreas de terreno que ambos reclaman como suyo. “Últimamente son bien por la noche. Estamos en la cama y se escuchan. A veces pegan en la pared o en el techo. Por eso ponemos los parches”, explica Marcos señalando el tejado.
Las organizaciones de derechos humanos denuncian el abandono institucional para un conflicto que ya se ha cobrado al menos siete muertos y 26 heridos. Solo el año pasado las organizaciones registraron 1.468 ataques armados en Tabac y en otras 11 comunidades del municipio de Aldama, colindantes con los terrenos en disputa. Unas tierras sin apenas valor económico, como el resto de la sierra. Los campesinos viven de la lana del borrego negro y los cultivos de milpa y café.
Los Altos son una de las zonas más pobres de Chiapas, donde ya de por sí más de la tercera parte de la población no tiene para cubrir las necesidades básicas. Antes de salir otra vez a los cafetales, Marcos explica el porqué de tanta saña por un puñado de hectáreas: “No es por dinero. Es por orgullo. Nos quieren expulsar de la tierra de nuestros tatarabuelos y el Gobierno no hace nada”.
Para llegar a Tabac hay que subir primero desde San Cristóbal de las Casas, la capital de la región, clavada en un valle de pinos y encinas. Son apenas 40 kilómetros pero el estado de las caminos en pendiente, una trituradora de piedras, ramas y tierra, convierte a las comunidades de la zona en una ratonera con pocas salidas. Cuando llueve apenas se pueden mover de sus casas. En estos pueblos, regidos por los usos y costumbres indígenas, la policía municipal tiene como única arma una porra y para llegar a aquí arriba tardan más de 40 minutos.
El conflicto ha escalado a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que a finales de mes visitará la zona. Uno de los objetivos es comprobar el cumplimiento de los acuerdos de paz alcanzados hace un par de años con la mediación del Gobierno mexicano. Las organizaciones civiles tienen más preguntas que respuestas, que desde luego, van más allá de una riña entre vecinos pobres: ¿Quiénes son exactamente los grupos que están disparando? ¿De dónde salen las armas? ¿Quién les está financiando? ¿Qué grupos de poder controlan la zona?
El 22 de marzo de 1997, un escuadrón paramilitar entró en una iglesia y asesinó a sangre fría a 45 personas, entre ellos 18 niños y cuatro mujeres. Fue en Acteal, otro de los pueblos de Los Altos, a poco más de una hora de las aldeas de Aldama donde hoy llueven las balas. La matanza de Acteal, dirigida contra la organización indígena de derechos humanos Las Abejas, es uno de los episodios más oscuros de aquella época convulsa en México. El monolítico PRI comenzaba a resquebrajarse, el Ejército Zapatista se había levantado en armas tres años antes en San Cristóbal y los grupos de contrainsurgencia empezaron a aflorar por la sierra.
El gobierno priista de Ernesto Zedillo, el último antes de la apertura democrática, siempre negó cualquier vinculación pero el caso, que se cerró en falso con la fabricación de culpables, como demostró años después la Justicia, se cobró tanto a su secretario de gobernación como al gobernador de Chiapas. Hace dos años, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador entonó el mea culpa de parte del Estado y reconoció que los asesinos fueron “grupos paramilitares con la complacencia de las autoridades”.
Las organizaciones que llevan años trabajando sobre el terreno consideran que la herencia de la matanza de Acteal aún no está enterrada.