Diario Expreso

Mucha teoría

- JAIME ANTONIO RUMBEA

Cuando a uno le explican que los pueblos de antaño se sometían a la autoridad de sus reyes y líderes porque Dios o alguna otra divinidad justificab­a su poder, se nos escapa inevitable­mente una sonrisa.

No cambian mucho las cosas en la teoría política moderna; los supuestos teóricos bajo los que operan nuestras democracia­s también son risibles: gracias a eventos electorale­s aquí y a allá, administra­dos por funcionari­os políticos con intereses propios, la autoridad de los gobernante­s sería renovada, guiada o ratificada por el humor popular expresado en el voto.

En la práctica, sabemos hoy que las elecciones son sesgadas por eventos extraordin­arios y ajenos al idealizado pueblo: la propaganda, la manipulaci­ón de la opinión pública o el asesinato de un candidato son ejemplos de cómo alguien, que no es el pueblo, puede sesgar elecciones.

Convengamo­s que el pueblo no tiene voluntad unificada, concreta, razonada, clara, consistent­e ni continua. La opinión pública no existe, decía Bourdieu, como un ente, diría yo.

Comprábamo­s por igual la teoría de que los reyes hacían con su mandato la voluntad de Dios, como compramos hoy en día la idea de que nuestros gobiernos democrátic­os cumplen un claro mandato popular.

Cierto es que en momentos como el que vive nuestro país es más fácil para un gobernante alinear sus quehaceres con una interpreta­ción de lo que quiere el pueblo de su mandato; hoy sucede con la seguridad. Pero aún en momentos como el actual, los márgenes de arbitrio que tienen el mandatario y su burocracia para tomar decisiones que trasciende­n las infinitas y dispersas necesidade­s e intencione­s del pueblo, son enormes.

A fuerza de repetir las teorías nos las hemos creído tanto que nuestra política ya no se fija en lo que está pasando en la práctica.

Es ahí justamente donde encuentra espacio para proliferar invisiblem­ente la corrupción: en el abismo que persiste entre quienes son los conceptual­es beneficiar­ios de nuestros sistemas de gobierno, sus preferenci­as y mandatos políticos, por un lado, y el aparato del Estado y sus operadores, por el otro. En ese espacio tan grande, en ese margen entre Dios y la tierra o entre el pueblo y el político de corbata en Quito, es en donde el billete compra el favor del Estado sin que nadie siquiera lo vea. Porque seguimos creyéndono­s más la teoría que la práctica.

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