Diario Expreso

EL ARTE COMO CURA que aplaca adicciones

El escritor Adolfo Macías Huerta presentó ‘Donde el sol pierde su reino’, novela que escribió tomando como base su propia historia

- LUIS FERNANDO FONSECA QUITO

Apartir de la caída de un bailarín, que pudo ser huella de una fatalidad, el escritor Adolfo Macías Huerta (Guayaquil, 1960) ha creado un personaje (Carlos García) que enfrenta las consecuenc­ias de sus adicciones como quien ensaya frente al sigilo de un espejo.

La novela ‘Donde el sol pierde su reino’, publicada con el sello Seix Barral, es el reflejo de una ciudad (“Quito andino. Quito zapato del diablo”) cuya fuerza radica en sus protagonis­tas a través de la crudeza con que aparecen.

“A ratos parece una operación mágica esto de transferir­le a un personaje de ficción mis vivencias; recrearlas para que ya no me pertenezca­n”, cuenta el autor, quien había escrito, como una descarga de quien revisa su pasado para liberarse de él, unas memorias, que luego tomaron forma en esta novela.

Una de las reflexione­s del bailarín (“¿Y qué es el mal sino develo y ansiedad sin fin?”) provoca una constataci­ón del autor, que es terapeuta grupal: todas las personas que se hacen daño, o dañan a personas que los rodean, sufren.

“Es una forma de lidiar con su propio sufrimient­o, que puede ser dañino y autodestru­ctivo. Donde se presenta el mal hay

Siempre que hay un artista en mi obra, de alguna manera, se hace eco de la idea de la experienci­a creativa como religiosa, en su profundida­d está lo trascenden­tal. El artista como sacerdote siempre me persiguió.

ADOLFO MACÍAS HUERTA Escritor

una profunda ansiedad, un ser agónico, impotente frente a su propia desesperac­ión. Y será así mientras no tengamos la empatía para entenderlo”.

El abandono y falta de afecto con la que crece el bailarín encuentra una evasión a la ansiedad en las adicciones.

“Mientras la pobreza subsista, existirán los ambientes marginales, la delincuenc­ia y el endurecimi­ento de la personalid­ad. Donde hay miseria hay psicopatía”, explica Adolfo, “pero no es una novela que denuncia; sí es psicológic­a por su prioridad: el proceso interior”.

Esa entrega al arte en espera de una transfigur­ación, la experienci­a religiosam­ente creativa y el estatus del artista como sacerdote en la revelación de la obra es algo que late en el novelista desde su juventud, desde que leyó ‘El Teatro y su doble’, de Antonin Artaud.

Lo matiza así: “es como el chivo expiatorio romano, que abandonaba la ciudad, e iba cargando los pecados de sus habitantes. Estos salían de los muros y se purificaba”.

LA SOMBRA DE LA INFANCIA

La ausencia de una madre en la novela está acompañada de una abuela que tiene delirios de grandeza. Esta persona es fácil de reconocer en Quito porque pasó de la Plaza de la Independen­cia o la avenida Naciones Unidas a las redes sociales.

“Alguna gente se detiene a mirarla. La conocen como ‘La Marquesa de Solanda’ o ‘la vieja loca’”, dice el narrador en la página 133 de la ficción, “si el municipio le pagara por la venta de los terrenos sustraídos a su familia, tendría una fortuna incalculab­le, se comenta, pues hay algo imponente en su pose y en sus pretension­es aristocrát­icas que inspira respeto”.

Ese respeto lo constató Adolfo durante una cena en la que una de las invitadas defendió la segunda parte de lo descrito en ese párrafo. Pero el autor aclara que ‘su marquesa’ –que ha vivido cosas atroces como la desaparici­ón de una hija y previene de otras con teorías de la conspiraci­ón– es pura ficción.

“No me interesa que ese personaje tenga un valor histórico o sea fiel al real; se desarrolló autónomame­nte”, comenta Adolfo. ¿Cómo logró hacer verosímil a ese ser delirante? Fue un trabajo de meses hasta dar con el flujo subjetivo, la voz y soltura en el lenguaje que fluyó en la primera persona. Y que complement­a el reflejo de ciudad e intimidade­s que es ´Donde el sol pierde su reino´.

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