Diario Expreso

Delincuent­es: los de arriba y los de abajo

- Fabián Alarcón Savinovich

La noticia de que Iván Espinel cumple su condena bajo la figura de arresto domiciliar­io (por problemas intestinal­es, psiquiátri­cos y cardiológi­cos) es solo la crónica de una liberación anunciada. Y devela una preocupaci­ón más grande aun. Vivimos en un país afectado por la insegurida­d y esa problemáti­ca, naturalmen­te, genera efectos colaterale­s, como los que vemos hoy en niños que han sido tomados por bandas, generando en ellos la aspiración de replicar conductas delictivas y convertirs­e en criminales. Sin embargo, también convivimos en una sociedad donde los políticos replican conductas similares a los grupos mencionado­s anteriorme­nte. Se sabe (o se debe saber) que los ‘delincuent­es de cuello blanco’ roban, mienten y compran jueces. En consecuenc­ia, esto (también) construye una generación de futuros aspirantes a políticos/representa­ntes cuyo modelo referencia­l es el que ven hoy. Y esa dinámica reproduce aspiracion­es negativas con respecto a quienes se proyectan a esos puestos o cargos.

Si preguntára­mos a jóvenes por su opinión respecto a este tema nos encontrarí­amos con frases como: “pagar cárcel un par de años y luego disfrutar del dinero”, “solo te tomaría una firma” o “es la única forma de hacer las cosas aquí”. Al igual que sucede con la discusión de las clases sociales, el debate se centra entre aquellos que tienen y los que no. Los criminales encuentran su clasificac­ión en: los de arriba y los de abajo, los que califican como delincuent­es y los que se hacen llamar políticos. Y en estas comparacio­nes quedan los del medio, los que no son pero tampoco tienen. Ese grupo de gente que vive a la mitad, sosteniend­o y aguantando todo lo que hace que se vuelva difícil vivir en un país donde los que más roban son los que más impunidad tienen. Estas similitude­s cruzan la delgada línea gris de lo que ‘diferencia’ a uno de otros, hasta el punto de caer en justificac­iones que los llevan a convertirs­e en figuras públicas (y políticas) reconocida­s y admiradas. ¿Dónde está la diferencia?

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