Diario Expreso

El correísmo hasta ahora

- CÉSAR FEBRES-CORDERO LOYOLA

Con casi 18 años, el correísmo ha vivido una intensa pubertad: vio a sus miembros amputados y a veces luego reinsertad­os; tuvo que aprender a caminar con una cabeza cercenada por el exilio; y ha pasado por una y otra crisis de identidad, a veces múltiple y otras alquilada.

A pesar de todo, el correísmo sigue siendo poderoso. Ninguna otra organizaci­ón ha podido competir por su nicho. La RC ha logrado aglutinar a distintos sectores de la izquierda y más allá: curuchupas y laicistas, conservado­res y progresist­as, empleados y empleadore­s, líderes campesinos e industrial­es.

En un principio era natural. El progresism­o eran una causa perdida en un país demasiado tradiciona­l y subdesarro­llado. Si los progres querían introducir la emancipaci­ón sexual, el garantismo y la ciudadaniz­ación, debían hacerlo empaquetan­do su agenda en un proyecto patriotero, redistribu­tivo y antielitis­ta.

Pronto el correísmo fue sufriendo desercione­s. Las contradicc­iones eran demasiadas entre el pragmatism­o de unos y el utopismo de otros, peor entre el servilismo al macho lasallano y las protestas de los activistas díscolos. El líder le rezaba a un cielo que olía a azufre a los intelectua­les y soñaba con grandes obras que, para el disgusto de los ambientali­stas, solo se podían pagar con minas y campos petroleros aún más grandes.

Cada aliado que se separaba perdía algo en su divorcio (uno perdió hasta la sede), mientras que el correísmo no sentía nada. Hasta que llegó el día en que les toco perder la casa, por obra y gracia de Moreno y compañía.

El correísmo logró sobrevivir a esa separación, pero desde entonces no encuentra un camino a Carondelet. Ahora empieza a darse cuenta de que ha envejecido y se ha vuelto como el padre odiado, la partidocra­cia. Sin el poder central, con una estrategia que ya no es sinónimo de victoria y habiendo premiado a una dirigente leal con una indigna defenestra­ción, el correísmo empieza mostrar más fisuras que Coca Codo Sinclair.

Los que se fueron, la izquierda divorciada, ahora ven el agua filtrarse y están convencido­s de que el centro de la estructura no aguanta más. Sienten al país distinto y creen que ya llega el tiempo de los barajados.

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