Cuando la agroecología restaura una comunidad
La Lucha de Los Pobres, barrio quiteño resiliente a las crisis ❚ La academia local y extranjera estudia prácticas alimentarias
Cuando se le pregunta a Guadalupe Coascota a qué se dedica, la primera actividad que enlista, entre risas, es la agricultura, luego cita al baile. A sus 64 años se siente con mucha energía. Ella irradia felicidad. Su entusiasmo emerge de la tierra, como el brote verde de las semillas de maíz, fréjol y habas que coloca en el huerto que tiene a cargo desde hace un año.
“Cambió mucho mi vida, ahora soy más organizada, porque las plantas no esperan. Hay que cuidarlas. Me encanta”, dice Guadalupe, quien incluye a sus plantas en las oraciones, para que haya buen tiempo y no caigan las granizadas.
Más allá de una responsabilidad, el cuidado del huerto le ha cambiado para bien la perspectiva de vida a la mujer, al igual que a decenas de vecinos del barrio La Lucha de los Pobres, pese a que este lugar de Quito arrastre necesidades desde hace décadas, que contrastan con la opulencia de otras zonas.
El barrio que se originó en los años 80 como una invasión, en su mayoría, de foráneos de la capital es una de esas ciudades que presentan marcadas desigualdades, como lo reseña la organización Quito Cómo Vamos. El ente detalla en un informe de 2022 que el 56,1 % de la población (2,8 millones al 2021) es vulnerable por su nivel de ingreso; o, que el 19 % se encuentra en situación de pobreza: menos de $ 2,8 al día.
Eso condiciona el desarrollo en varios ámbitos de la vida para esos sectores, como la alimentación y, por ende, la salud, que se siente con mayor fuerza en momentos de crisis sociales o climáticas, según expertas.
“En Quito hay zonas donde hay excedentes, donde hay muchísimo alimento, donde la gente está bien de salud. Y también hay zonas donde hay desiertos alimentarios, es decir, hay tiendas de barrio o lugares donde comprar comida, pero casi toda la comida que hay en esas zonas no es fresca ni saludable porque es procesada o ultraprocesada, azúcar, sal y grasas saturadas”, señala Myriam Paredes, doctora en Sociología Rural, de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso).
Ella es parte del proyecto Fortalecimiento de la resiliencia de los sistemas alimentarios alternativos (SAA), mediante iniciativas locales en entornos informales de América Latina y el Caribe.
Es un proyecto que tiene capítulos en varios países, como Cuba, Colombia y Chile, liderado por un grupo de universidades de la región y de la Universidad de Montreal, con fondos del Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo (IDRC, por sus siglas en inglés) de Canadá, para entender, entre otras cosas, las formas de aprovisionamiento y el tipo de alimentación de comunidades en zonas deprimidas.
Justamente, en esas zonas hay mayor riesgo, advierte la especialista, porque si bien a corto plazo se sacia el hambre, a largo plazo se desarrollan condiciones poco saludables, como la obesidad y el sobrepeso que abren el camino a enfermedades como el cáncer o la diabetes.
La crisis económica, el desconocimiento de alternativas, la falta de apoyo para fortalecer prácticas ancestrales alimentarias y el avance de la industria de alimentos procesados con
publicidad permanente han incidido en que el modelo tradicional de consumo se imponga en la mayoría de las comunidades, concluye la experta.
Su compañera, Sara Latorre, doctora en Ciencias Ambientales, quien también dirige el proyecto, explica que en la primera fase se hizo un diagnóstico de la comunidad de estudio, diez manzanas del barrio, la mayoría organizada con directiva.
“Entendimos cómo estaban configuradas, la dinámica e iniciativas que ya existían. Después de presentarnos y socializar, se empezaron a generar los microproyectos para apoyar algo que estaba en marcha o algo que los moradores aún no lo habían puesto en marcha”, detalla.
El equipo de académicos implementó un microproyecto para formar a promotoras de alimentación saludable, por lo que se hicieron alianzas con chefs para rescatar la identidad alimentaria de los habitantes con base en alimentos saludables y elaborar un recetario; un segundo microproyecto tuvo que ver con la recuperación de una quebrada para que sea un predio de árboles frutales.
Otra de las iniciativas involucró a jóvenes de la comunidad para que difundan en redes sociales los beneficios de una buena alimentación. El último microproyecto, que está en marcha, es el de los huertos.
“Los proyectos se ejecutan, pero también tienen investigación, que son las tesis de maestrías (de estudiantes que apoyan)”, agrega Latorre.
Uno de los ejes del proyecto se enfoca en el traspaso del conocimiento a las generaciones más recientes, para reducir la brecha de saberes, entender el problema, sus consecuencias y soluciones.
“Se capacitó a jóvenes del barrio sobre cómo hablar a una audiencia y otros conocimientos técnicos”, explica Vanessa Guerrero, de 26 años, en la actualidad socióloga y asistente de las expertas, que trabaja en su propia comunidad, ya que ella vive en La Lucha de los Pobres; una coincidencia de la que disfruta.
El apego a la tierra y a la agricultura en el barrio son notorios. Solo en dos de las diez manzanas de estudio hay unos 33 huertos familiares, y junto a esas manzanas están 56 huertos comunitarios que funcionan en terrenos municipales. Muchos de esos huertos ya eran parte del diario vivir de habitantes de esas manzanas desde el 2019, que se están potenciando con el conocimiento técnico.
Las especialistas cuentan que los cultivos de hortalizas, leguminosas, frutas, hierbas medicinales o especias fueron de gran ayuda para las familias en tiempos de pandemia y en las protestas de los últimos cuatro años.
En el panorama también hay escenarios que se pueden salir de las manos de la comunidad, como los efectos del cambio climático, que percibe la misma comunidad, tras una encuesta realizada a unas 90 personas: los tiempos de sequía y lluvia han variado, a tal punto que son impredecibles.
“Muchas veces tienen granizadas muy fuertes. Las personas que tienen huertos grandes sí tienen un problema. Las ciudades van a tener que volverse resilientes”, enfatiza Sara Latorre.
Parte de esa resiliencia que identificaron es el reciclaje de agua para el riego de los huertos, con captación de agua lluvia y reutilización de aguas grises producto del lavado de platos.
Además del valor alimentario, las académicas también destacan los efectos positivos que han notado en la salud mental y física, sobre todo, de los adultos mayores que, a manera de terapia, disfrutan del cuidado de sus plantas, al aire libre. Al igual que el beneficio económico que han registrado en casos de estudio. En pandemia una ramita de cilantro costaba $ 0,25, que muchos no tenían.
En menos de un año culminará el proyecto, cuya fase final comprende levantar información sobre el tipo de negocios de comida que funcionan en el sector y cómo eso influye en los sistemas alimentarios de las familias. También se hará una suerte de radiografía del barrio y cómo han influido los microproyectos.
Las investigadoras tienen una mirada más ambiciosa, pues esperan que este tipo de estudios y microproyectos puedan alegrar la vida de otros barrios como transformó el día a día de Guadalupe Coascota.
Este artículo fue elaborado con el apoyo de Voces Climáticas, una iniciativa del Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo (IDRC) de Canadá, Latinclima, el Centro Científico Tropical (CCT), Claves21, la Alianza Clima y Desarrollo (CDKN) y Fundación Futuro Latinoamericano (FFLA).
89 HUERTOS
funcionan solo en dos de las diez manzanas de estudio y alrededores, como muestra.
EL DATO
Financiamiento. El proyecto que se ejecuta en este sector de Quito tiene un financiamiento del IDRC por $ 100 mil canadienses.