El inicio de una odisea
La mamá cuenta que su bebé nació prematuro, con bajo peso. A los pocos años de vida detectó que no tenía campanilla y que le costaba deglutir, lo que no despertó ningún interrogante en los médicos que lo vieron.
Pese a sus visitas a diferentes pediatras, no fue hasta el año cuando pudo conocer, además, que tenía el paladar hendido. Además, en ocasiones David no reaccionaba y realizaba movimientos raros.
Al año y diez meses tuvo su primera convulsión y la pérdida de respiración. Lo salvó haciéndole el boca a boca. Este fue solo el principio de una larga fase de lo que se denomina “estatus convulsivo” que terminaron por discapacitarlo, así como a toda la familia, con múltiples huidas al hospital.
Los neurólogos le diagnosticaron entonces epilepsia y le advirtieron que esta remitiría a los cuatro años.
David llegó a tomar hasta tres anticonvulsivos diarios cuando su madre descubrió por azar que tenía un solo riñón, un defecto auricular en su oreja izquierda y también espina bífida.
“Estudiaba Medicina y me di cuenta de que había algo más”, explicó. Sus convulsiones mejoraron a los dos años y medio y los padres decidieron llevarlo a una escuela donde a la semana pilló una bronquiolitis, con la que acabó en terapia intensiva y una sucesión de intervenciones.
Una de ellas, una traqueotomía, casi termina en un fatal desenlace al seccionar la carótida: “Estuvo entre la vida y la muerte”.