El morboso

Llegamos a la fiesta después de las diez. Éramos tres. Una amiga me invitó al cumple de un hermano en una de esas urbanizaciones cerradas que están de moda. Era una celebración en casa, de esas en las que se prende un plasma, se pone a rodar Youtube y alguien con un micrófono finge ser Ana Gabriel. Entramos. Buenas noches y feliz cumpleaños. Avanzamos a unas sillas vacías que estaban apostadas al final del escenario. Una vieja cincuentona y borracha agarró a una de nosotras y la amagó con un baile. Le siguió la corriente un rato, por educación. En una esquina, con una mirada perdida por el alcohol, un veterano de no más de 60 años se tambaleaba sobre sí. Como si de un tiburón en busca de presa se tratase, puso el ojo a una y se acercó con ese hamaqueo asqueroso de quienes han bebido como que no hay mañana. La invitó a bailar. Intercambié miradas con ella y asenté en señal de que estaba bien, de que un bailecito no le hace mal a nadie. Fallé. Nunca bailes con un hombre borracho que ya te dio señales de ser morboso. Terminó la canción casi sin contacto físico y luego regresó al grupo de recién llegadas, pero el tiburón ya estaba con ganas de morder. Se sentó cerca, al acecho. En un momento, conversaba yo con mi amiga y se aproximó a querer tocarme el cabello. Lo vieron varios, pero no hicieron nada. La excusa era que estaba borracho y que así son los borrachos, que no había que pararle bola. La sociedad tiene naturalizado el abuso y eso da miedo. Tragué saliva. A estas alturas todas estábamos incómodas, al punto de caer en la necesidad de acompañarnos al baño para no quedarnos solas cerca del viejo, que, sin embargo, no pudo aguantar sus bajos instintos y en un momento de descuido intentó tocar las partes íntimas de la menor de las tres, que anda por los 20. Ella gritó. Y cuando gritó gritamos. Y solo allí el resto supo que no es normal. Sintieron vergüenza y lo guardaron en algún lugar de la casa. Ojalá no lo inviten a la próxima fiesta.