El hippie

El vaso de plástico vacío frente a su rostro. Acaba de terminar de tocar una canción en la reunión de mochileros. Lleva días fuera de casa; pero ni el tiempo ni la distancia han logrado deshacer lo que creyó haber construido.

Hasta hace no mucho tiempo era el hombre más feliz del mundo. El trabajo perfecto, la novia perfecta, los planes perfectos. La agenda marcaba líneas de migración en los caminos próximos. Con ella, por supuesto, que había logrado la ciudadanía estadounidense gracias a su familia. La agenda, sin embargo, ignoraba entonces que la vida, a veces, es una perra despiadada, que te tira al fondo del abismo de la inseguridad y la nada.

Ella llevaba semanas diciéndole que el papeleo para el viaje era complicado, que la visa no se la dan a cualquiera, que tenían que estudiar bien cómo presentarlo ante el consulado sin que el de la ventanilla sospeche que se iría para quedarse donde la Navidad es blanca y feliz, como una portada de revista de ‘ testigos’. En diálogo con un amigo, un día se barajó la opción obvia. “Si ella se casa contigo, te abren las puertas sin problema”.

Llegó con la alternativa y terminó a buscarla, pero terminó con la cara escupida de verdades. Ella no estaba segura de querer llevárselo para siempre. Por eso se hizo mochilero.

Esa noche, como casi todas las últimas noches de ese tiempo, estaba, otra vez, llorando frente a un vaso vacío. Acababa de contar la historia repetida como canción de escuela a los hippies. No podía respirar.

Alguien del grupo se paró. “Broder. Te secas las lágrimas y vas y recuperas las riendas de tu vida. Broder, por la única mujer que uno debe llorar es la madre”. Ella se casó con otro al poco tiempo de la ruptura. Él dejó de ser hippie, reabrió redes y empezó a buscar a otras mujeres que antes lo marcaron.

Quiere hallarla en otros cuerpos. Gran error; pero eso es otra historia.