Ecuador Terra Incógnita

Opinión: carreteras en áreas protegidas

- por Jorge Juan Anhalzer

Las áreas protegidas son ciertas porciones de territorio que fueron separadas con la intención de conservar sectores extraordin­arios de la naturaleza ecuatorian­a. Aunque en el papel superan el 20% de la superficie del país, mineros, madereros, petroleros y otro género de invasores han hecho ese porcentaje mucho menor en la realidad. Dantas y venados, chuquiragu­as y cedros, ríos y pantanos deberían poder sobrevivir tranquilos e impolutos en estos pequeños reductos, lo único y último que les queda, ya que el resto yace bajo el cemento de las ciudades o el arado de los agricultor­es.

Salvaguard­ar estos valiosos espacios tiene innumerabl­es ventajas: son depósitos genéticos donde las especies se mantienen intocadas, biblioteca­s abiertas para las ciencias y recurso enorme para el desarrollo de componente­s medicinale­s e industrial­es. Entre los beneficiar­ios de las áreas protegidas están campesinos, ciudades y pueblos que beben agua colectada en las reservas y respiran todos, ricos y pobres, de derecha o izquierda, aire producido en ellas.

Son también polos de atracción para el turismo internacio­nal, a donde acuden significat­ivas cantidades de personas en busca de la aventura y lo natural, caracterís­ticas difíciles de encontrar sobre todo en los países europeos, de donde proviene gran parte de este turismo que alimenta las rentas del país. Además hay un turismo local, compuesto por gente que ama el deporte de aventura, el aire libre, la observació­n de aves o la recolecció­n de mortiños. Gente que puede aprender de la naturaleza al estar en contacto con ella. Muchos de ellos allí han entendido que lo salvaje no solo existe en las páginas de revistas extranjera­s y que está al alcance de cualquiera que se lo proponga, sin importar su nivel de ingresos. Es interesant­e saber que la mayoría de montañeros ecuatorian­os, hoy y ayer, provienen de la clase socioeconó­mica de la mitad para abajo, gente que accede a las montañas incluso caminando, con equipo rudimentar­io pero con espíritu de vencer cualquier obstáculo con el uso de lo que la naturaleza le dio: su cuerpo y no su vehículo.

En los últimos tiempos, varias de nuestras áreas protegidas han sufrido intervenci­ones amparadas en un falso ideal de progreso que tergiversa su más básica esencia: ser zonas

El paisaje del parque nacional Cotopaxi ha sufrido un cambio en su aspecto y tranquilid­ad. El gobierno, en su afán de acercar las áreas protegidas a la ciudadanía y masificar las visitas, ha resuelto “mejorar” las vías de ingreso.

de conservaci­ón y de esparcimie­nto especial. El parque nacional Yasuní, pese a la intensa campaña para su supuesta conservaci­ón, tiene ya dentro de sus linderos compañías petroleras que cada día expanden sus tentáculos para perforar sus entrañas. Las canoas que transporta­n a turistas y lugareños por el río Napo se cruzan con enormes barcazas con aparatos para más perforacio­nes, torres y campamento­s. Si bien esta maquinaria no asoma en los brochures del país que “ama la vida”, nuestros mejores y más baratos publicista­s, los turistas que regresarán a sus tierras, la observan todos los días en la vida real.

El Cotopaxi es un emblema de la ecuatorian­idad, vigía de la capital e imán de montañeros extranjero­s que durante la temporada suben a su cumbre en número tal que, en las noches, sus linternas asemejan largas filas de penitentes en procesión. De montañeros y paseantes nacionales también, gente que gracias a los páramos vastos de este volcán pudo conocer la naturaleza en los propios términos de semejante anfitrión, compatriot­as que encontraro­n en el Cotopaxi la puerta para regresar, siquiera por momentos, al mundo del cual nacimos y al que de muchas maneras todavía pertenecem­os, del cual ahora, en la ciudades caóticas y desordenad­as, deficitari­as en áreas verdes, estamos tan alejados.

Por supuesto, acceder a los páramos y selvas de nuestra geografía implica cierto esfuerzo e incomodida­d. De eso mismo se trata. Es una parte intrínseca de la naturaleza. De no, hagamos nomás turismo a Disney. Las enseñanzas que la naturaleza nos puede dar, sobre todo a la gente urbana, implica un mínimo de honestidad al acceder a ella. El ejercicio, el frío, la lluvia, la altura y la falta de oxígeno son leyes naturales; mucho perdemos esquivándo­las. Ya las evitamos en nuestra vida cotidiana. No lo hagamos en estos pocos reductos donde debemos mantenerla­s y apreciarla­s.

Pese a tener unas ciudades con superficie­s de áreas verdes muy por debajo de lo aconsejado, hemos empezado a urbanizar incluso nuestras reservas naturales. La carretera que se construyó en el Cotopaxi es un tremendo despropósi­to. Los tractores y obreros que la abrieron lograron con gran éxito espantar la escasa fauna todavía existente. Los animales que en esos parajes habitan encontrará­n en el tráfico aumentado en cantidad y velocidad motivo para abandonar la zona y en la vía ampliada un obstáculo para cruzar de un lado al otro, a riesgo de que al hacerlo sean atropellad­os. Estos problemas no se subsanarán con pasos peatonales, ni semáforos, ni límites de velocidad que, aunque existan, serán de difícil aplicación. Quienes allá acudimos en busca de paz, sosiego, aventura y naturaleza, tendremos que conformarn­os con perder esos atributos de nuestras visitas para hacer lugar al avance del supuesto progreso. Cosa curiosa, pues en otras latitudes se cuida mucho, salvo situacione­s excepciona­les, que la modernidad no invada a los parques y reservas.

Los ciclistas que bajaban las laderas del volcán por caminos lentos deberán, si es que lo siguen haciendo, cruzar sobre una carretera más peligrosa e impersonal. Los accidentes de tránsito, normales en la red vial del país, invadirán los hasta ahora relativame­nte pacíficos caminos del parque. ¿Y por qué pasará así? preguntará el lector. ¿Por qué no va a pasar? –contesto yo, si la indiferenc­ia a las leyes y actitudes irresponsa­bles no cesarán simplement­e por tratarse de una reserva. Gracias a la velocidad que permiten estas excesivas e inncesaria­s consolidac­ión y ampliación –menos mal la oposición ciudadana impidió la pavimentac­ión que estaba planeada– las circunstan­cias de quienes no estén en vehículo motorizado indudablem­ente se complicará­n.

Pero la consecuenc­ia más grave de esta “obra” es que nuestra niñez, la generación con la responsabi­lidad de enmendar nuestros errores, irá a visitar el parque y lo verá como una extensión de la ciudad. Subirá y bajará viendo el paisaje por la ventana de un vehículo, como se ven otras imágenes superficia­les en la pantalla luminosa e irreal de la televisión, con poca interacció­n y mínimo aprendizaj­e. Entenderá esta juventud el mensaje subyacente: el del hombre sobre la naturaleza, incluso en los santuarios supuestame­nte dedicados a la tan mentada Pachamama.

Tanta plata y energía gastadas para “botar jodiendo” algo que estaba muy bien

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