Ecuador Terra Incógnita

El valle del Nangaritza: monte y selva

- por Juan F. Freile fotos: Martina Avilés

Al sur de Zamora Chinchipe discurre el río Nangaritza. Es un río de montaña que, tras cruzar la cordillera del Cóndor, se entrega al amazónico Zamora. Juan Freile nos lleva a recorrer las comunidade­s shuar que habitan sus orillas y sus espléndido­s paisajes.

Domingo 16 de septiembre, noche. Hace poco más de un día estábamos en el alto Nangaritza; ahora estoy en mi casa, solo y pensando, imaginando cómo sería tiempo atrás todo aquello que vi. Imaginando a doña Josefina Wachapá camino a la aja, la huerta shuar, a rozar montes, cosechar, plantar y enseñar a sus hijas a trabajar su propia aja. Y así, pensando casi en voz alta para acomodar en la cabeza las muchas imágenes y vivencias que traje del Nangaritza, me dejo llevar por el sueño. Martes 11, noche. Aparte de un cielo estrelladí­simo, el resto del entorno no se ve. Los sonidos de la selva, como telón de fondo de nuestras conversaci­ones, me dibujan el paisaje que me dejara boquiabier­to tiempo atrás, cuando anduve por estas tierras. A nuestra izquierda corre el río Nangaritza, detrás suyo se levantan los cerros. A la derecha cruza el carretero que nos trajo. Los siguientes cuatro días recorrerem­os la región de lado a lado procurando llenarnos los sentidos con todo lo que brinda el alto Nangaritza: una excepciona­l biodiversi­dad y la milenaria cultura shuar.

Estamos aquí por invitación de Naturaleza y Cultura Internacio­nal (NCI), organizaci­ón no gubernamen­tal que trabaja en la zona desde hace cuatro años apoyando la legalizaci­ón de tierras comunitari­as y la protección de bosques. NCI no es la primera ni será la última organizaci­ón que procure ser parte de este paisaje fantástico. Entidades estatales y ONG han intervenid­o en la zona dejando como herencia centros de cuidado infantil, escuelas, dispensari­os médicos, cursos y capacitaci­ones, proyectos de reforestac­ión y planes de manejo –que no siempre atienden las necesidade­s identifica­das por los shuar. La belleza escénica, la abundancia (otrora) de maderas finas, la riqueza mineral del subsuelo, su biodiversi­dad, la cercanía con el Perú, la cultura shuar, el evangelio y los avatares del destino han atraído a los más variados visitantes. Muchos se han quedado.

La noche transcurre en Yankuam (ver mapa, pág. 43). Charlamos sobre los orígenes geológicos del Nangaritza y acerca de la variada problemáti­ca social, económica, ambiental y cultural de la región. Desde el norte apremia la minería de gran escala y la carretera extiende la frontera de colonizaci­ón; desde adentro se derrama la savia de cedros, juancolora­dos, copales, laureles, almendros, llorasangr­es y otras maderas preciadas (un 3% de deforestac­ión anual, según Felipe Serrano, de NCI).

Miércoles 12, tarde. Nos bañamos en el Numpatakai­me. El día fue movido y, como se dice comúnmente, largo. Estamos a orillas de la comunidad de Yayu, no muy lejos de donde se construirá un puente de concreto que permitirá continuar con la carretera que dentro de unos meses atravesará todo el valle del Nangaritza.

Empezada la noche nos sentamos en la antesala abierta de la casa de Melania Ankuash. Melania es mamá y dirigente política con igual pasión. Aprendió a rezongar desde los doce años acompañand­o a su papá a sesiones comunitari­as; a los catorce se inscribió como comunera y a los dieciocho la eligieron síndica de Yayu, lo que equivale a decir presidenta. Ahora es vocal de la junta parroquial de Nuevo Paraíso. Desde ahí trabaja por la valorizaci­ón de su cultura, procurando a la vez atender las necesidade­s de las diez comunidade­s que integran la asociación shuar Tayunts. Lo jodido,

explica Melania, es que las comunidade­s piden primero las canchas, la infraestru­ctura comunitari­a y la vialidad, entonces no es fácil hablarles de fortalecer identidad y valorar su cultura. Tampoco es sencillo discutir –y consensuar– en asamblea temas como la sobrexplot­ación de madera, porque muchos viven de ello. Hay acuerdos básicos, eso sí.

Para Melania, uno de los acuerdos más importante­s fue darle la espalda a la explotació­n minera que empezó a asomar sus narices en la zona, pese a que algunos compañeros viven de minar oro en el río. La trágica historia de Congüime, unos kilómetros más al norte, fue determinan­te en su decisión: deterioro ambiental, piscinas tóxicas a cielo abierto, especulaci­ón en el precio de la tierra, riqueza efímera, violencia, gente desplazada. Todo esto le ocurrió a Congüime en dos años o menos; la asociación Tayunts no quiere ni imaginárse­lo en sus tierras. Menos mal.

Antes de llegar a Yayu pasamos por Nuevo Paraíso, cabecera parroquial de dos años de edad que lleva, empero, muchos años aquí asentada como centro poblado. A mediodía Nuevo Paraíso arde bajo el zinc. A la distancia sobresalen los cerros boscosos, mientras un gorrión amazónico disputa el espacio sonoro con las bachatas de moda y las voces de una decena de aves caricaturi­zadas en la película Río, proyectada para distracció­n de niños y grandes a la hora del almuerzo. Nuevo Paraíso está aún más cerca del futuro puente, y el carretero la cruzará. Jueves 13, mediodía. Aquello de bajar y subir por el río cargando los productos de la tierra y llevando víveres y combustibl­e hacia las comunidade­s no siempre es factible. A veces, los ríos no dejan.

Desde Yayu remontamos el Nangaritza para pasar la noche en la remota comunidad de Saarentsa (que quiere dicer “río cristalino”). Mas el Numpatakai­me no quiso que pasáramos de Yawi. Allí encontramo­s pocas mujeres y algunos niños. Los hombres habían subido, bogando y a pie, hacia Saarentsa a trabajar en la minga para mejorar el camino público paralelo al río. La minga –en shuar se dice takat, que significa trabajo– ya no es práctica común en la zona, según contó anoche Melania, porque la gente prefiere trabajar por un jornal diario.

No obstante, este día fue de minga en Yawi. La comunidad nos recibió mientras escampaba la lluvia de mediodía y el cielo nos regaló una tarde de sol, con ninguna nube interrumpi­éndonos la vista del sorprenden­te perfil de los montes de esta región. En nada se parecen a los Andes nuestros de cada día. Sus cumbres romas, sus filos casi planos y sus taludes verticales se yerguen decenas

de metros perpendicu­lares sobre la selva, desencajan­do al ojo acostumbra­do a trazar líneas oblicuas para dibujar montañas.

José y Soledad Tando pilotearon la canoa de regreso a Yayu, donde pasaríamos una segunda noche. José iba al motor y Soledad a la palanca para esquivar rocas y evitar varamiento­s. A mitad de camino visitamos la casa de Vicente Wampach, una de las quince últimas moradas shuar todavía habitadas. Asomados a la casa de don Vicente –que es como asomarse a su alma, según dijera el escritor portugués Raul Brandão– aprendimos de José que construir una de estas casas tomaba dos meses, que la cosecha de las hojas de palmas (llamadas ampakay y terena) para el techo debe hacerse en luna llena, que durante los primeros dos meses de vida de la casa se practicaba­n ayunos de sexo y de ciertas comidas, y que hombres y mujeres ocupaban roles y espacios muy diferencia­dos en la casa y en la vida tradiciona­l shuar.

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 ??  ?? Páginas anteriores: Río Numpatakai­me. Arriba: Comunidad de Yayu.
Páginas anteriores: Río Numpatakai­me. Arriba: Comunidad de Yayu.
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Comunidad de Wampiashuk.

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