Cuyabeno: lagunas mágicas
El lugar donde sale el sol más temprano en el país es motivo de esta reseña, en la que Andrés Vallejo comparte sus impresiones.
El viaje por el sinuoso río Cuyabeno, con sus orillas de vegetación tupida y altos árboles cuyas copas cuelgan sobre la cabeza de los navegantes, confirma la imagen de la Amazonía que solemos traer costeños y serranos: interminables extensiones de “selva” húmeda y oscura, chaquiñanes que deben corroborarse con el machete, insaciables nubes de arenillas y zancudos... Y si ya hemos visitado otras regiones, como Misahuallí y sus alrededores, la zona del Coca, o las provincias amazónicas del sur, es probable que esa imagen intuitiva haya sido validada por la irrebatible experiencia.
Por eso, el recodo del Cuyabeno donde la laguna Grande se devora al río nos quita la calma. Desfonda para siempre la imagen que teníamos del “Oriente”. Ante nosotros se abre, de golpe, una amplitud de sabana africana, pero en lugar de arenas reverberantes la canoa se desliza sobre un espejo de aguas. Esta manida expresión es necesaria aquí, por ser la más precisa. Si hemos llegado durante el sopor del mediodía en que la modorra paraliza hasta al viento, la superficie del agua está hecha de un acero negro que refleja al cielo y a la vegetación anfibia con una precisión que llega a desorientar. ¿Cuál es el reflejo y cuál el original?
Este primer desconcierto se verá acrecentado si volvemos entre diciembre y marzo, cuando la Amazonía norte experimenta su “época seca”. La infinita cantidad de agua que nos recibió en el párrafo anterior y que definía como a ningún otro a este lugar, se habrá esfumado. No alcanzaremos a comprender dónde pudo haberse metido tanta, tanta agua. En su lugar encontraremos sabanas, ahora sí pobladas de yerba, moteadas por charquitos a los que unen entre sí líquidas hilachas. El Cuyabeno es así. De las quince o veinte veces que me ha recibido no recuerdo una en que me haya causado la misma impresión.
La reserva de producción de fauna Cuyabeno, como se llama este territorio desde 1979 cuando fue creada, es el sitio en el que primero sale el sol en el Ecuador, pues está en su rincón más oriental. Su forma alargada es la más plausible para un espacio articulado por los ríos. Su parte noroccidental cubre el curso completo del Cuyabeno y, cuando este muere en el Aguarico, la reserva se ensancha para abarcar toda la cuenca de esta tumultuosa serpiente, por el norte y por el sur, hasta cerca de su unión con el gran Napo (ver mapa).
En sus sitios más emblemáticos –los embalses del Cuyabeno; la laguna de Zancudo-
cocha, el segundo cuerpo de agua dulce más grande del país; y el fronterizo río Lagarto– el paisaje está dominado por el agua. Esto no quiere decir que en la reserva no haya el clásico bosque húmedo tropical, de tierra firme, que se llama; de hecho, este cubre la mayor parte de su superficie y alberga el grueso de su fabulosa diversidad biológica. Desde allí, en las madrugadas, se escucha el rugido de un vendaval; son las advertencias mutuas de las bandas de monos aulladores, el sonido más sobrecogedor de la selva. Sin embargo, lo que hace excepcional a esta área protegida son las dilatadas áreas cubiertas estacionalmente por los ríos que se salen de madre.
Los ecosistemas que así se originan son objetivamente mágicos. Lagunas enteras que aparecen y desaparecen en cuestión de días. Islas considerables, incluso pobladas de palmeras, que surcan (sí, cambian de lugar) entre el reflejo perfecto de las estrellas (¿o son las larvas fosforescentes de los insectos acuáticos?). Bos-
ques
de árboles, los macrolobios, entre los que uno puede navegar observando las orquídeas, bromelias y otras plantas y animales que cubren sus ramas. Uno de ellos es el hoazín o pava hedionda, quizá el ave más singular que hay, con un sistema digestivo análogo al de los rumiantes, pues, como el de las vacas, utiliza bacterias para fermentar las hojas que son su alimento (esto les da su peculiar olor, al que deben su apodo y el desprecio de los cazadores). Sus pavorosos polluelos tienen garras en las alas que les permiten trepar por los troncos de vuelta a sus nidos cuando caen al agua.
Inclusive el agua a la que caen, en estas lagunas, es paradójica y extraña: es negra y es cristalina. Su similitud al té se debe a que, en realidad, eso es: un té de selva. Su color oscuro viene de los taninos, substancias vegetales que se escurren de los bosques donde estos ríos y lagunas se originan. La negritud es la que les confiere la fidelidad para reflejar al mundo. El ecosistema inundado por estas aguas se llama igapó y es más bien pobre en nutrientes. Por contraste, los grandes ríos que se originan en los Andes, como el Aguarico, vienen turbios y cargados de sedimentos; por eso se los llama de aguas blancas, y al ecosistema que inundan, várzea. Cuando estos sedimentos se acumulan en las orillas forman los pocos suelos fértiles que hay en la Amazonía.
Los seres que habitan tanto el igapó como la várzea son casi mitológicos: las dos especies de delfines (¡de río y rosados!), que según las leyendas son humanos difuntos reencarnados; el paiche, el pez de agua dulce más grande del mundo; las pirañas, cuyos afilados y efectivos dientes les han ganado la infundada fama de asesinas; y las anacondas sagradas, los contrahechos y furtivos manatíes, las cuatro especies de caimanes con sus corazas antediluvianas...
Hogar de la “gente perfume” Cuyabeno no es solo naturaleza; lejos de su imagen de rincón remoto, aislado e intacto, ha sido por siglos morada y lugar de confluencia e intercambio de pueblos diversos.
Nada es más engañoso que la idea de “selva virgen”. La gran mayoría de bosques tropicales ha estado habitada y utilizada por humanos durante centurias. Su actual configuración –ahora sabemos que incluso algo de su asombrosa biodiversidad– es en parte el resultado del quehacer de los seres humanos que ahí vivieron. Las selvas amazónicas son productos culturales.
Cuyabeno no es una excepción. Las fértiles orillas de los grandes ríos amazónicos, como el Napo o el Aguarico, soportaron poblaciones bastante mayores que las actuales. El pueblo que dominó la cuenca del Napo fue el de los omaguas. Originarios de la costa del Brasil, llegaron a la alta Amazonía en el siglo XII. Los restos
arqueológicos y las crónicas de los primeros visitantes europeos hablan de cacicazgos confederados con estratificación social; densas ciudades fortificadas construidas alrededor de templos solares; magnífica alfarería e imponentes flotas militares y comerciales. En su período de mayor expansión, llegaron hasta la desembocadura del río Aguarico en el Napo. Las guerras, la cacería de esclavos y las epidemias que trajo la Conquista hicieron colapsar su estructura social y los obligaron a replegarse en la baja Amazonía.
Al noroccidente de los omaguas, ocupando todo el bajo Aguarico se encontraban los encabellados, llamados así por los cronistas debido a las largas melenas y elaborados tocados que lucían. Ellos combinaban la caza, pesca y recolección con la agricultura itinerante y vivían en caseríos dispersos a lo largo de los ríos.
De los pueblos que hoy habitan la reserva, dos descienden de la cultura de los encabellados: los sionas y los secoyas. Los sionas, que en el idioma de sus vecinos witoto quiere decir “gente perfume” (por las ramas aromáticas que suelen utilizar de adorno), han habitado el Aguarico y el Putumayo por largo tiempo. Quizá por ello también se los llama sa niwu bai, o “gente de río arriba”.
Por su parte, los secoyas llegaron al área en los años cuarenta, huyendo de las atrocidades de la explotación del caucho. Siekoya quiere decir “río de las rayas”; el nombre se refiere a un tributario del río Santamaría, en el Napo peruano, en el que habitaban. La guerra con el Perú, en 1941, separó a los secoyas de sus parientes del otro lado de la frontera; no pudieron volver a encontrarse sino hasta 1998, cuando se firmó la paz entre los dos países.
Los cofanes, que se denominan a sí mismos a’i, término que significa “gente de verdad”, ocuparon por tradición la cuenca alta de los ríos Aguarico y San Miguel. Los actuales pobladores de la comunidad de Sábalo vinieron al bajo Aguarico a finales de los setenta, desplazados por la devastación petrolera de sus territorios. Los cofanes son afamados por su extensivo conocimiento de las plantas y sus usos (mientras que la reputación de sionas y secoyas viene, más bien, del poder mágico de sus inti baiké o curacas).
Ellos, junto a kichwas y shuar que llegaron desde el sur, ven a la reserva Cuyabeno como un territorio que, en cierta medida, les permite negociar los vertiginosos cambios que experimenta la zona, y conservar algunas costumbres tradicionales mientras adoptan otras nuevas, como por ejemplo el ecoturismo. Porque este territorio es mágico, pero no es el paraíso terrenal. Entre sus muchos problemas está la persistencia de la colonización que siempre trae consigo la apertura de carreteras, a pesar de los diversos mecanismos que en los últimos años ha ensayado el ministerio del Ambiente para frenarla. Los pequeños y cotidianos vertidos de las operaciones petroleras en las inmediaciones del área protegida causan una contaminación crónica de los cuerpos de agua, punteada en ocasiones por derrames más copiosos. Sin embargo, la amenaza más dramática que ahora ronda sobre la reserva (de hecho, sobre toda la Amazonía) es una idea acrítica del progreso que lo entiende como la sustitución de la cultura local por una cultura y estética petroleras –que no otra cosa representa la comunidad del milenio que se ha construido en Playas del Cuyabeno. El cemento que se opone al encanto