Antisana en la memoria
En estos páramos se acumulan los recuerdos de cóndores, lagunas torcidas y flujos de lava, sedimentados a través de seculares recorridos. David Parra los entrelaza con las memorias de otros asiduos visitantes y los contrasta con los cambios y permanencias de la actualidad de esta reserva, importante fuente de agua para Quito.
Cincuenta kilómetros al este de Quito, al borde mismo de la cordillera Oriental, se levanta el imponente Antisana. A pesar de su silueta helada y los verdes paisajes que lo rodean, se mantiene al margen, casi ermitaño. Poco se escucha de sus amoríos con otras montañas o de sus escapaditas en traje de humano, como es costumbre entre estas deidades andinas. Su espeso abrigo de nubes, tejido con amazónica insistencia, rara vez permite que lo pesquemos desperezándose al amanecer. Todo ese misterio parece tener como propósito guardar, entre otras cosas, la población más importante de cóndores del país… su secreto peor guardado.
Quien se toma la “molestia” de visitarlo sabe que el taita Antisana es más bien hospitalario y generoso. Abunda en regalos de esos que se comen con los ojos y que dejan para siempre saciado el espíritu. Todavía tengo atravesadas algunas escenas de la edad del “por qué”: un altiplano verde-oro bordado con cientos de aves, una laguna inclinada, una sonrisa de hielo, un cóndor volando bajito... Incluso, me consta que el Antisana se llevó, con honores, las almas de un par de empedernidos seguidores suyos: el destacado ornitólogo Fernando Ortiz, quien fuera mordido mortalmente por las heladas aguas de La Mica mientras estudiaba sus aves migratorias, y Juan Black, cuyas cenizas fueron entregadas al viento en un sentido funeral paramero.
De este último personaje hay que recordar que fue el principal responsable de la creación de la reserva ecológica Antisana. Nativo de Píntag, Juan creció frecuentando los pajonales de su enorme vecino. Cultivó su afición por la naturaleza y terminó siendo uno de los dos primeros guardaparques del país, allá en el parque nacional Galápagos. Luego de varios años de experiencias regresó a su tierra natal con la idea fija de asegurar la vejez de su montaña. Alentó a las comunidades locales, juntó amigos para crear la fundación Antisana y, luego de años de lucha, discusión y gestión, en 1993 se concretó la creación de la reserva ecológica. Es, por tanto, una de las pocas áreas protegidas del país que nació de una auténtica iniciativa local.
Poco ha cambiado la morada del tímido Antisana desde entonces. Al salir de Píntag, el paisaje rural no escatima en pastos, a pesar de las pendientes y la escasez de vacas. Las antiguas casitas de campo, propias de acuarela de arquitecto, tienen ahora más vecinos. Un poco más arriba, la impresionante colada de lava conocida como Antisanilla se derrama sobre el valle del río Isco. La laguna de Secas brilla atorada entre el oscuro gris volcánico. Desde la carretera se observan, al otro lado del valle, las paredes rocosas conocidas como los farallones del Isco. Este sector es ideal para tumbarse sobre el pajonal a
esperar que los cóndores vuelvan a casa al final de la jornada. En efecto, a vista y paciencia de todo el mundo, duermen y se reproducen aquí unos treinta cóndores; es decir, casi la mitad de la población de estas aves en todo el país.
Pese a su importancia, este sitio no fue incluido dentro de los límites de la reserva y ha sido motivo de preocupación por un par de décadas. Hoy, sin embargo, apenas desde enero de este año, toda el área de Antisanilla forma parte de una reserva privada. Algo similar, aunque al revés, ha sucedido con las casi 15 mil hectáreas de haciendas compradas por la empresa de Agua Potable de Quito con el fin de asegurar la salud de los páramos que abastecen de agua a los más de 600 mil habitantes del sur de esa ciudad. Decimos al revés, pues estas eran propiedades privadas dentro de la reserva que desarrollaban actividades incompatibles, como la cría intensiva de ovejas.
Ahora llegan muchos más visitantes. Algunos en lujosas busetas que van por vía asfaltada