¿Sembrar la tierra o exprimirla?
La voracidad minera quiere tragarse el noroccidente quiteño. Juan Freile sopesa las consecuencias de superponer las líneas de los mapas mineros con las actividades cotidianas de los campesinos.
La idea de tener panela, café, naranjas, caimito, cacao o yuca cultivados en “la segunda capital más alta del mundo” parece opuesta al sentido común. No se trata de una innovación agronómica que permite sembrarlos a los 2800 metros de altitud de Quito. Sucede que al noroccidente del distrito metropolitano se extienden las parroquias de Nanegal, Nanegalito, Gualea y Pacto, cuyo clima, entre subtropical y cálido, es idóneo para cultivar estos productos al filo de las selvas nubladas y piemontanas.
Las regiones más bajas de estas parroquias se ubican a quinientos metros de altitud, en las cuencas de los ríos Pachijal, Guaycuyacu, Mashpi y Chirapi, afluentes del torrentoso Guayllabamba. Un poco más arriba están los fecundos valles de Pacto, Gualea y Nanegal. La geografía escarpada de la región ha permitido que subsistan hasta hoy extensas zonas boscosas. Al mismo tiempo, la fertilidad que los volcanes cercanos han sembrado en el suelo favorece el cultivo de un sinfín de productos en las llanuras y pendientes moderadas. En estos mosaicos de bosques y zonas productivas se ubican las áreas de conservación y uso sustentable que ha establecido el municipio de Quito, en diálogo con sus habitantes. Esa es, precisamente, su peculiaridad: son áreas de conservación donde la gente vive, produce y subsiste.
PANELITA, BIENVENIDA
En laderas y lomas del Quito subtropical crece con profusión la caña de azúcar. Desde hace décadas se emplea para fabricar panela. Varios de los sembríos que se ven hoy datan de hace treinta años o más, y siguen produciendo. A diferencia de lo que ocurría tiempo atrás, cuando la panela se expendía en bloques cúbicos envueltos en hojas de plátano, caña o bijao –llamados “bancos”– ahora se vende granulada y empacada en bolsas plásticas.
Hasta hace poco, la precaria producción panelera apenas daba para vivir. Los precios eran irrisorios y su consumo estaba venido a menos. Mucha gente se deslumbró por la blancura del azúcar refinada y dejó de gustarle la panela. Se inclinaron por el no sabor del azúcar para jugos, postres y cafés. A la panela se le acusa de cambiar el sabor de las cosas. Sin embargo, con la popularidad que ha alcanzado la alimentación saludable, endulzar con panela se está tornando mandatorio. Aquellas “basuritas”