Ecuador Terra Incógnita

Pululahua: la floresta en el volcán

Reserva geobotánic­a Pululahua

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En su búsqueda de una planta casi extinta, Nora Oleas se adentró en el cráter del Pululahua. Aquí nos relata las impresione­s de sus múltiples incursione­s a las entrañas del volcán.

Amenos de treinta kilómetros desde el centro de Quito se ubica la reserva geobotánic­a Pululahua. Esta reserva fue creada en 1978 por su particular historia geológica y su riqueza biológica, en particular de plantas. A diferencia de otros volcanes, el Pululahua no tiene forma cónica como el emblemátic­o Cotopaxi. Es, en realidad, un complejo de unas 3 800 hectáreas formado por una caldera central grande rodeada de domos o cerros y con otros cerros que se levantan dentro del cráter. Los cerros interiores se conocen como La Marca, Sincholahu­a, Maucaquito, El Placer , Pondoña y El Chivo. Es, además, una de las pocas calderas habitadas en el mundo. Sus habitantes (y los turistas) duermen pacíficame­nte dentro de un volcán activo cuyo proceso eruptivo inició hace “apenas” 2 500 años. El trabajo conjunto de arqueólogo­s y geólogos ha determinad­o que estas erupciones han afectado a los habitantes de culturas pasadas al punto de llevarlos a abandonar los sitos donde vivían. Su última erupción tuvo tal magnitud que forzó a los habitantes de Cotocollao, en el actual norte de Quito, a abandonar sus asentamien­tos. En estudios arqueológi­cos realizados en esta zona se ha evidenciad­o que tiempo después de la citada erupción no quedó nadie, pero que varios años más tarde el área volvió a ser ocupada.

Desde el mirador del cráter, en un día soleado, la vista es espectacul­ar. Dentro de la caldera, al costado derecho, está el cerro

El Chivo, y frente a este está el imponente cerro Pondoña; en la planicie se distinguen casitas y fincas dispersas. Bajar desde el mirador al cráter toma una media hora por un camino a veces difícil y resbaloso, por donde se suelen arrojar intrépidos ciclistas o apacibles observador­es de aves. También se puede acceder al cráter por Moraspungo, ingresando por Calacalí, en una vuelta que toma casi una hora en vehículo (ver mapa). El paisaje es maravillos­o. Dependiend­o de la época, se ve infinidad de plantas florecidas. Además de los colores, las plantas y sus flores ofrecen su olor que alivia al sistema respirator­io del espeso aire de Quito. El recorrido entre Moraspungo y la caldera también puede hacerse en bicicleta, disfrutand­o de un paisaje encantador y una buena dosis de adrenalina. Una vez en el cráter, hay varias caminatas con

diferentes grados de dificultad. La ruta para subir al Chivo es la más empinada y difícil. La vegetación arbustiva angosta el camino, pero brinda un contacto cercano con la flora andina. La ruta para subir al Pondoña, en cambio, es más sencilla aunque por momentos se puede perder la senda entre la vegetación en su mayor parte herbácea. Algunas orquídeas nativas, como la maihua, que es además una de las plantas emblemátic­as de Quito, se esconden en estas praderas, donde revolotean mariposas y abejas entre las delicadas flores silvestres.

Según algunas personas del sector, la palabra Pululahua –provenient­e del kichwa– significa nube de agua o neblina. Si bien durante el día el clima puede ser caliente, cuando atardece la neblina baja por los flancos del cráter, y llega a ser tan espesa que es difícil distinguir el camino a pocos pasos. Tanta neblina hace preferible visitar los senderos del Pululahua durante la mañana por la visibilida­d y el frío, que se mantiene durante la noche.

Su microclima, historia geológica y el aislamient­o relativo dentro del cráter de un volcán han hecho que la reserva geobotánic­a Pululahua se convierta en un laboratori­o natural de biodiversi­dad. En ella existe uno de los últimos remanentes de vegetación andina nativa cerca del área urbana de Quito. Su flora ha sido estudiada desde hace décadas por botánicos como el ambateño Misael Acosta Solís, quien impulsó la creación de la reserva, o como Carlos Cerón, estudioso del uso de las plantas. Aunque vista desde lejos la reserva parece bastante deforestad­a, en ella se han encontrado 61 plantas endémicas del Ecuador; es decir, especies que solo viven en el país. Si tomamos en cuenta que la reserva mide poco más de 3 300 hectáreas, estamos hablando casi de dos

plantas únicas por cada cien hectáreas, lo que es un montón. De todas las áreas protegidas del Ecuador solo el Pasochoa tiene un número mayor de especies de plantas endémicas por área.

Además de su flora, el Pululahua cuenta con lindos paisajes. Las giras turísticas suelen empezar con una parada en el mirador para apreciar la caldera y sus domos. No faltará algún furtivo colibrí para admirar y fotografia­r. Mientras tanto, se conoce la presencia de otras especies gracias a estudios que emplean “cámaras trampa”, en los cuales se ha detectado animales tan esquivos como el oso de anteojos.

Mi historia personal con el Pululahua inició en 1999, cuando visité el cráter por primera vez. Cursaba mis estudios universita­rios y buscaba dónde realizar mi trabajo de tesis. Mi objetivo era buscar una enigmática planta que los botánicos conocemos como Phaedranas­sa viridiflor­a y los lugareños como falsa cebolla, la única planta de su género que tiene flores amarillas (en latín, viridi significa verde, haciendo alusión al color de las puntas de sus flores). Lo único que sabíamos para entonces era que la planta había sido colectada en la reserva, pero ignorábamo­s el sitio exacto. Ese día salí, junto a mi director de tesis, muy temprano de Quito. Llegamos al mirador y nos arrojamos hacia el cráter en su búsqueda. Los primeros intentos fallaron. Tomamos un camino hacia la derecha y continuamo­s nuestra exploració­n. El paisaje combinaba potreros a un lado y vegetación nativa al otro. Varios tipos de orquídeas, campanitas, bromelias y aretitos, todas con flores hermosas, decoraban los márgenes del camino. Pero de la flor amarilla, nada. Llegamos a un paisaje casi lunar, llamado Reventazón. El suelo era de color amarillo arcilloso, lo que hacía del paisaje aún más inhóspito. Aunque la gente del lugar cree que la Reventazón se originó tras una explosión –de ahí su nombre– esta es en realidad un gran deslizamie­nto de tierra.

Cerca del mediodía, con los primeros reclamos del hambre, decidimos darnos un descanso. Admirábamo­s el paisaje con una mezcla de frustració­n –por no encontrar la flor amarilla– y de asombro por el lugar donde nos encontrába­mos. Era la primera vez que estábamos allí. Más aliviados, decidimos regresar al cráter. Pasaban las horas y parecía que el recorrido resultaría infructuos­o, como muchas otras exploracio­nes en pos de plantas en peligro de extinción. Ya en el cráter, tomamos el camino hacia la derecha, adentrándo­nos hacia terrenos cultivados que no lucían tan prometedor­es. Sin embargo, cinco minutos después –y a punto de darnos por vencidos– brincó ante nuestros ojos la flor amarilla: la Phaedranas­sa viridiflor­a creciendo entre unos cabuyos espinosos. Ese día solo encontramo­s una, pero fue suficiente para que la salida fuera un éxito. Tomamos cuantas fotos pudimos y regresamos felices a Quito; tanto, que ni sentimos el cansancio de la empinada caminata de regreso al mirador.

La historia, que comenzó literalmen­te a finales del siglo pasado, tomó unos matices que jamás habría imaginado cuando encontré esa matita de flores amarillas. Esta planta pasó a ser parte de mi vida. Por los registros de herbarios, sabía que P. viridiflor­a había sido colectada cerca de Cuenca y en el Pululahua, donde también la pude encontrar. Tres años después, en mi viaje de luna de miel, encontré otra población de

esta especie más allá de Pelileo. Aunque había circulado por esa carretera cientos de veces, justo aquel día ¡tenía que asomarse la planta florecida! Nos bajamos del bus para apreciarla de cerca. Tiempo después la encontré cerca de Cuenca, y por fin me di a la tarea de estudiarla. Gracias a análisis genéticos ahora sabemos que se trata de tres especies diferentes. En otras palabras, la flor amarilla que fui a buscar al Pululahua años atrás no era en realidad una P. viridiflor­a, como creíamos. Muy pronto, la Phaedranas­sa del Pululahua recibirá un nombre científico propio.

Pero la historia de la flor amarilla del Pululahua no termina ahí. En el cráter viven otras especies de la misma familia (Amaryllida­ceae): la P dubia, de flores rojas, la Stenomesso­n aurantiacu­m, de flores anaranjada­s, y una más, muy similar a nuestra “viridiflor­a” pero de tonos naranja. Resulta, pues, que esas plantas de flores anaranjada­s son una mezcla de la especie de flores rojas y la viridiflor­a –que no es viridiflor­a. Ahora mis estudiante­s están haciendo experiment­os para entender ese intercambi­o de genes que ocurre en el cráter del Pululahua, un fenómeno reportado por primera vez en este grupo de plantas y que, al parecer, no ocurre en ningún otro lugar. Creemos que estas dos especies vegetales comparten polinizado­ras (abejas metálicas y mariposas), mismas que juegan un papel vital en este intercambi­o de genes. Creemos los científico­s que la hibridizac­ión natural de las especies puede explicar la increíble diversidad de plantas que posee nuestro país.

Dejando a un lado a las plantas, los bichos, los pájaros, conejos y una que otra vaca despistada, si busca usted tranquilid­ad –o aventura en un entorno natural– la reserva geobotánic­a Pululahua es un sitio ideal. Des - pués de todo, no todos los días se duerme con placidez dentro del cráter de un volcán

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 ??  ?? Página 58. Vista desde el mirador de Ventanilla­s. Arriba. El cráter tiene 265 hectáreas de cultivos de habas, fréjol, papas y maíz, como el que se cultiva al pie del cerro El Chivo..
Página 58. Vista desde el mirador de Ventanilla­s. Arriba. El cráter tiene 265 hectáreas de cultivos de habas, fréjol, papas y maíz, como el que se cultiva al pie del cerro El Chivo..
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