De la basura urbana
Lo hemos escuchado y quizá también lo hemos dicho: en Quito (y otras ciudades) no sirve de nada clasificar la basura. Al fin y al cabo, pasa un solo camión recolector que no distingue entre plástico, papel, vidrios, cáscaras de plátano, residuos peligrosos o papel de baño. Pensaba así antes de adentrarme en el laberíntico sistema de recolección y disposición de residuos sólidos de la ciudad. Ahora he cambiado mi modo de pensar: estoy seguro de que clasificar la basura en las casas, comercios y oficinas genera empleo y evita mucha contaminación. Ahora sé que alrededor de la basura hay muchos mitos, como también muchas posibilidades que ignoramos. En este artículo se narra, entonces, la historia de la caída de varios mitos, como el que asegura que la clasificación de la basura no sirve para nada, que “todo se mezcla en el camión” o que “va a dar al mismo hueco, botadero o relleno sanitario”. U otro más patético: “en nuestra cultura no se puede clasificar los residuos; si esto fuera Europa, sí... Viera cuando viví en Suiza, ahí sí reciclaba, pero aquí no se puede”. O los que se promulgan en niveles técnicos: “es caro” o “no hay tecnología”. Todo falso. Equivocado. La tecnología para reciclar la mayoría de la basura que se genera en Quito –la orgánica– es tan antigua como la vida: el compostaje. Durante mi recorrido por la basura fui descubriendo estos mitos. Aprendí que en la basura hay más cosas de las que parecen y que hasta cierto punto me había negado a ver.
Empecé por el final, en el relleno sanitario de El Inga, cerca de Píntag, donde se acumula la basura en enormes volúmenes. En ese paisaje contaminado (en lo visual, sonoro, sensorial) me recibió y acompañó en todo momento la basura en descomposición. Me sentí dentro de la basura, en la sucia excrecencia de nuestra malsana forma de vivir. Alrededor y debajo se pudrían decenas de metros cúbicos de residuos, que emanaban gases tóxicos y